El Arte se lo debe todo a los filósofos. Es más, el Arte es, sólo y aún, lo que en su momento dictaron unos cuantos filósofos inquietos y excéntricos. En el germen de ese Arte que inventaron y promovieron esos filósofos se encontraba inscrita toda su propia evolución. Así, el Arte Contemporáneo (del ahora) no se diferencia en gran cosa del que se hacía hace 200 años. En contra de lo que creen los agoreros ignorantes y resentidos. El Arte del ahora sigue quedando representado por “cosas” que no son más que la expresión de un sujeto (un yo); un sujeto que deberá ser inevitablemente entendido como excepcional, auténtico (por genial, por talentoso, por original, por listo o por lo que sea).
Desde que el yo y su incuestionable capacidad de expresión se impusiera sobre la técnica y el oficio, el Arte quedaba en manos de un devenir, de un espíritu, de un espíritu, eso sí, muy liberal: un Espíritu, un Zeitgeist. Desde que se renunciara a poder elaborar juicios de valor basados en la excelencia todo lo que se hiciera en nombre del Arte debería ser sospechoso por definición. Posiblemente interesante, pero sospechoso.
Hacia la mitad del siglo pasado, los artistas decidieron prescindir de los filósofos exegetas y decidieron asumir ellos mismos el papel de traductores. Nació así el último artista tipo de la Modernidad más artística: el artista intelectual que embriagado de lucidez quiere reinventar no sólo el Arte, sino el mismo Pensamiento. Ya no sólo se conformaría con crear algo original, trasgresor, etc., ahora además sería él y sólo él quien crearía la propia Teoría, con sus argumentos, sus justificaciones y sus conclusiones. Los artistas llamados conceptuales fueron los últimos bastiones de la Modernidad decadente. A los expertos de aquella época sólo les quedó el papel de abrir la boca para afirmar con la cabeza. Los propios artistas se lo guisaban y se lo comían.
John Cage quiso, en estas circunstancias, explicarnos qué era el silencio. Como probablemente muy poca gente sabía del silencio, él tuvo un arranque de generosidad filantrópica y dedicó todas sus fuerzas a explicárnoslo. Los signos que los músicos habían usado durante siglos en las partituras musicales no daban cuenta de la verdadera dimensión del silencio. Eran todos ellos como silencios infantiles; tan cortos, tan poco expresivos, tan poco silenciosos, tan medidos, tan intercalados, tan vulgares. Y los silencios vividos por los enfermos en los hospitales, por decir algo, habían sido silencios de mentirijillas, de juguete. Y por eso se propuso explicar el silencio, a todos, y no sólo a los privilegiados espectadores de sus lúdicos y restringidos conciertos. Y por eso se propuso enseñarnos qué era eso del silencio. Por la vía del Arte, claro, la única por la que sería eficaz su proyecto: el del explicar al mundo entero qué era eso del silencio.
Porque lo que Cage quería era eso, lo que todo artista (conceptual o no) quiere: proyectar su yo al mundo entero. Así fue, pues, cómo Cage nos explicó el silencio. Y es por eso que lo hizo así, por la vía del Arte. Y por eso se prodigó tanto en frases que apoyaran su proyecto mesiánico: “La música a la que yo me dedico no tiene necesariamente que llamarse música... No hay temas, sólo actividad de sonido y silencio. Quien al escucharla la considere una vivencia significativa pronto se dará cuenta de que el oído recibe cuanto suena en la vida cotidiana con alegría y satisfacción”. Dejo al lector la posibilidad de imaginar qué le pasaría a quien no la considere una vivencia significativa.
Cage es una de las consecuencias de los famosos seminarios de composición de Darmstadt, donde se acuñó el entretenido concepto de “Música Contemporánea”. Fue allí, también, en donde se rechazó (de nuevo) el pasado histórico como valor histórico, en donde se expandió definitivamente el componente electrónico y en donde se introdujo el azar y la indeterminación en la ejecución musical. Pero sobre todo fue en Darmstadt en donde se rechazó toda posible irracionalidad en la música. Schönberg, Debussy y Messiaen eran demasiado líricos, amaban demasiado el sonido entendido de forma clásica y se preocupaban demasiado por lo expresivo y por tanto irracional. Eran, en definitiva, demasiado sentimentales. Webern era el único que les hacía gracia, pero seguramente porque les interesaba un pequeño nexo de unión.
El azar y la indeterminación llevan a lo informal y lo informal tiene un carácter lúdico necesario. Y es ahí donde Cage se engancha y adhiere a ese otro mundo, que en principio tan poco tiene que ver con el de la música, y al que tanto deberá en el alcance de su éxito: el mundo del Arte, ese mundo conformado por gurús que ya no se conformen con crear “cositas”, pero que se vuelcan de lleno en proyectos mesiánicos. Nada más ¿adecuado? para el azar y la indeterminación que una performance o un happening. Lo lúdico, ¿ay! Y ahí está Cage. Metido en el Arte hasta las gónadas.
Por eso nace también en la época el concepto de Obra Abierta y el relativismo buenista que insta a fusionar el arte y la vida. Así Cage, “hay que dejar que los sonidos sean ellos mismos, solamente sonidos”. Algo que evidentemente debió decir pensando en la defensa de los derechos de los pobres sonidos, tan maltratados ellos. La Obra Abierta se caracteriza por un doble proceso que pasa de la libertad del ejecutante a la libertad del receptor de entender lo que le venga en gana, o la de su directa pero no calculada intervención (como en la pieza 4.33, en donde el material sonoro viene producido por el público asistente). Así Cage, “Trato de disponer mis materiales de composición de manera que yo no tenga ninguna idea del resultado final”.
Cage, en definitiva, se amarró al concepto de silencio como un jugador de fútbol se amarra a un contrato millonario. En él se encontraba su futuro. Y en él efectivamente se encontró. Así Cage, “Al que escucha no le quedará sino abdicar de su propia formación y cultura y perderse en la exactitud de un infinito musical reencontrado”. Ya lo avisé, Modernidad en estado puro: la obsesión por partir de cero.
Nota. Hace unos pocos meses en Madrid se rendía un homenaje a la figura del creador Cage. En uno de esos textos entusiastas y admirativos que con naturalidad se reparten por todos los medios de comunicación, un experto conmovido ante una fotografía que mostraba a Cage en una cámara anecoica dice, “[respecto al silencio] sólo él conoce la verdad”, para decir a renglón seguido “Conviene leer a Cage para entender su filosofía, su sonido, ese nada-en medio que quiso descubrir entre el arte y la vida”. Ya el titular del mitomaniaco artículo rezaba “Y Cage inventó el silencio”. Pero lo mejor viene cuando (seguramente con lágrimas en los ojos) dice en tono de lamento, “la tentación en los 40 es el budismo zen, con la nada por medio. Llegan las obras silenciosas, a la cabeza la famosa 4.33 para piano, incomprensiblemente repudiada en los planes de estudio del instrumento. Mejor aún su inmediata consecuencia, 0.00, la nada, como si del origen de la materia se tratara".
Imposible mantenerme en silencio cada vez que leo esta última frase. ¡Incomprensiblemente repudiada...! Me meo.
Desde que el yo y su incuestionable capacidad de expresión se impusiera sobre la técnica y el oficio, el Arte quedaba en manos de un devenir, de un espíritu, de un espíritu, eso sí, muy liberal: un Espíritu, un Zeitgeist. Desde que se renunciara a poder elaborar juicios de valor basados en la excelencia todo lo que se hiciera en nombre del Arte debería ser sospechoso por definición. Posiblemente interesante, pero sospechoso.
Hacia la mitad del siglo pasado, los artistas decidieron prescindir de los filósofos exegetas y decidieron asumir ellos mismos el papel de traductores. Nació así el último artista tipo de la Modernidad más artística: el artista intelectual que embriagado de lucidez quiere reinventar no sólo el Arte, sino el mismo Pensamiento. Ya no sólo se conformaría con crear algo original, trasgresor, etc., ahora además sería él y sólo él quien crearía la propia Teoría, con sus argumentos, sus justificaciones y sus conclusiones. Los artistas llamados conceptuales fueron los últimos bastiones de la Modernidad decadente. A los expertos de aquella época sólo les quedó el papel de abrir la boca para afirmar con la cabeza. Los propios artistas se lo guisaban y se lo comían.
John Cage quiso, en estas circunstancias, explicarnos qué era el silencio. Como probablemente muy poca gente sabía del silencio, él tuvo un arranque de generosidad filantrópica y dedicó todas sus fuerzas a explicárnoslo. Los signos que los músicos habían usado durante siglos en las partituras musicales no daban cuenta de la verdadera dimensión del silencio. Eran todos ellos como silencios infantiles; tan cortos, tan poco expresivos, tan poco silenciosos, tan medidos, tan intercalados, tan vulgares. Y los silencios vividos por los enfermos en los hospitales, por decir algo, habían sido silencios de mentirijillas, de juguete. Y por eso se propuso explicar el silencio, a todos, y no sólo a los privilegiados espectadores de sus lúdicos y restringidos conciertos. Y por eso se propuso enseñarnos qué era eso del silencio. Por la vía del Arte, claro, la única por la que sería eficaz su proyecto: el del explicar al mundo entero qué era eso del silencio.
Porque lo que Cage quería era eso, lo que todo artista (conceptual o no) quiere: proyectar su yo al mundo entero. Así fue, pues, cómo Cage nos explicó el silencio. Y es por eso que lo hizo así, por la vía del Arte. Y por eso se prodigó tanto en frases que apoyaran su proyecto mesiánico: “La música a la que yo me dedico no tiene necesariamente que llamarse música... No hay temas, sólo actividad de sonido y silencio. Quien al escucharla la considere una vivencia significativa pronto se dará cuenta de que el oído recibe cuanto suena en la vida cotidiana con alegría y satisfacción”. Dejo al lector la posibilidad de imaginar qué le pasaría a quien no la considere una vivencia significativa.
Cage es una de las consecuencias de los famosos seminarios de composición de Darmstadt, donde se acuñó el entretenido concepto de “Música Contemporánea”. Fue allí, también, en donde se rechazó (de nuevo) el pasado histórico como valor histórico, en donde se expandió definitivamente el componente electrónico y en donde se introdujo el azar y la indeterminación en la ejecución musical. Pero sobre todo fue en Darmstadt en donde se rechazó toda posible irracionalidad en la música. Schönberg, Debussy y Messiaen eran demasiado líricos, amaban demasiado el sonido entendido de forma clásica y se preocupaban demasiado por lo expresivo y por tanto irracional. Eran, en definitiva, demasiado sentimentales. Webern era el único que les hacía gracia, pero seguramente porque les interesaba un pequeño nexo de unión.
El azar y la indeterminación llevan a lo informal y lo informal tiene un carácter lúdico necesario. Y es ahí donde Cage se engancha y adhiere a ese otro mundo, que en principio tan poco tiene que ver con el de la música, y al que tanto deberá en el alcance de su éxito: el mundo del Arte, ese mundo conformado por gurús que ya no se conformen con crear “cositas”, pero que se vuelcan de lleno en proyectos mesiánicos. Nada más ¿adecuado? para el azar y la indeterminación que una performance o un happening. Lo lúdico, ¿ay! Y ahí está Cage. Metido en el Arte hasta las gónadas.
Por eso nace también en la época el concepto de Obra Abierta y el relativismo buenista que insta a fusionar el arte y la vida. Así Cage, “hay que dejar que los sonidos sean ellos mismos, solamente sonidos”. Algo que evidentemente debió decir pensando en la defensa de los derechos de los pobres sonidos, tan maltratados ellos. La Obra Abierta se caracteriza por un doble proceso que pasa de la libertad del ejecutante a la libertad del receptor de entender lo que le venga en gana, o la de su directa pero no calculada intervención (como en la pieza 4.33, en donde el material sonoro viene producido por el público asistente). Así Cage, “Trato de disponer mis materiales de composición de manera que yo no tenga ninguna idea del resultado final”.
Cage, en definitiva, se amarró al concepto de silencio como un jugador de fútbol se amarra a un contrato millonario. En él se encontraba su futuro. Y en él efectivamente se encontró. Así Cage, “Al que escucha no le quedará sino abdicar de su propia formación y cultura y perderse en la exactitud de un infinito musical reencontrado”. Ya lo avisé, Modernidad en estado puro: la obsesión por partir de cero.
Nota. Hace unos pocos meses en Madrid se rendía un homenaje a la figura del creador Cage. En uno de esos textos entusiastas y admirativos que con naturalidad se reparten por todos los medios de comunicación, un experto conmovido ante una fotografía que mostraba a Cage en una cámara anecoica dice, “[respecto al silencio] sólo él conoce la verdad”, para decir a renglón seguido “Conviene leer a Cage para entender su filosofía, su sonido, ese nada-en medio que quiso descubrir entre el arte y la vida”. Ya el titular del mitomaniaco artículo rezaba “Y Cage inventó el silencio”. Pero lo mejor viene cuando (seguramente con lágrimas en los ojos) dice en tono de lamento, “la tentación en los 40 es el budismo zen, con la nada por medio. Llegan las obras silenciosas, a la cabeza la famosa 4.33 para piano, incomprensiblemente repudiada en los planes de estudio del instrumento. Mejor aún su inmediata consecuencia, 0.00, la nada, como si del origen de la materia se tratara".
Imposible mantenerme en silencio cada vez que leo esta última frase. ¡Incomprensiblemente repudiada...! Me meo.
1 comentario:
Todos los recipientes andan llenos de productos saturados. Sólo la locura pura y dura y la locura por el dinero mantiene en pie el tinglado
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