Hay quien me ha criticado, y no sin razón, que en el post titulado Mundo extraño abriera muchos temas sin cerrar adecuadamente ninguno. Seguro que así es, a veces soy un desastre, por lo que voy a intentar remediar el desaguisado. Decía en dicho post: “no queda nadie dentro del mundo del arte que no sepa que el arte è cosa mentale. Y que por eso, lo que hace falta para ser artista es una idea”. Casi siempre, sólo eso, digo ahora. De hecho, esto es algo que sucede desde hace demasiados años para que alguien aún pueda sorprenderse ante la perogrullesca afirmación. Como en otras ocasiones he apuntado, no se trataba de que las líneas de Modrian estuvieran bien pintadas, sino de que transmitieran toda esa espiritualidad mística que obsesionaba al artista. No se trataba de que la espiral de Smithson estuviera mejor o peor realizada, ni siquiera se trataba de que fuera él quien manejara el tractor y la pala, sino de que su obra comunicara aquello que el artista pretendía transmitir. Yo he visto a Chillida dirigir a sus obreros en los altos hornos para elaborar una pieza de hierro fundido y la escena me ha parecido desconcertante y cercana a lo sublime, sensaciones ambas que, según dicen los propios artistas y expertos en arte, son consustanciales a la observación del arte, del buen arte. Y eso sin gustarme Chillida. Todo muy extraño.
En el periódico de hoy (El País, 2-8-08) viene una reseña sobre una exposición que aborda el novedoso e inquietante tema de la relación del arte con las instituciones. Más concretamente, y al decir del crítico que suscribe la reseña, con las instituciones y su mala conciencia. Así, por una parte está el arte, que una vez más se siente comprometido con su Época (sic) y por ello necesita ser crítico con el sistema que le sustenta, y por otra están las instituciones, en plural, de las que sabemos que se llevan mal consigo mismas. Para ello el comisario ha convocado a tres artistas de los llamados conceptuales; uno es, según el reseñista, “una auténtica institución (obsérvese el lapsus), casi una leyenda en el mundo del arte antiinstucional”, el otro “se ha distinguido por sus preocupaciones por la relación entre el arte y la realidad social y política”, y el otro “es un ejemplo eminente de eso que se llama artivista”. Del primero de ellos dice el crítico “siempre ha estado del lado de un arte al margen del mercado. Obviamente, esto es bueno –como idea-, pero no es negocio”.
¡No es negocio!... pero es ¡obviamente bueno! Debo confesar que he tenido que releer varias veces la aparentemente sencilla frase. Y sigo frotándome los ojos después de todo. Una vez sabemos que la teoría esencialista del arte se corresponde a la perfección con la teoría institucional del arte (y esto lo llevan a la práctica incluso quienes no lo creen) resulta gracioso que, primero, alguien pretenda estar haciendo un arte al margen del mercado, sobre todo si como artista es asimilado desde la institución; segundo, además de gracioso resulta patético que alguien crea estar consiguiéndolo, sobre todo si como artista es asimilado desde la institución; tercero, resulta inútil calificar tal pretensión como de buena, pues el experto debe saber que sólo pueden estar al margen del mercado quienes no son artistas (lo pretendan o no) y que por tanto lo único que es obvio es que sólo el negocio dictamina la bondad de lo que se legitima. Como bien sabe nuestro artista antiinstucional. Pero lo mejor es lo situado entre guiones: es bueno ¡–como idea-¡, es decir, es bueno el arte del artista, no por hacer lo que es bueno (estar al margen del mercado) sino por tratarse de una buena idea. ¿Ven como todo el mundo sabe que el arte é cosa mentale, tal y como decía en Mundo extraño? Y es bueno, ¡pero no es negocio!, ¿ven como no todo el mundo sabe que la teoría esencialista coincide punto por punto con la institucional?
Nota. Haskell demostró que el gusto cambia con las épocas, pero aun con su impecable demostración la Historia del Arte se parece, cada vez más, a sí misma. Tanto si hablamos de los artistas de un periodo o de otro; tanto si hablamos de un periodo en el producto se justifica en la maestría y la excelencia, como si hablamos de un periodo en el que el producto no importa tanto como la autenticidad de quien lo justifica; tanto si hablamos de Velázquez, que es cotejablemente el mejor de su época (y del que pocos particulares poseen obra), como si hablamos de Beuys, cuya excelencia artística sólo es demostrable en función de los magnates que poseen obra suya en colección particular.
En el periódico de hoy (El País, 2-8-08) viene una reseña sobre una exposición que aborda el novedoso e inquietante tema de la relación del arte con las instituciones. Más concretamente, y al decir del crítico que suscribe la reseña, con las instituciones y su mala conciencia. Así, por una parte está el arte, que una vez más se siente comprometido con su Época (sic) y por ello necesita ser crítico con el sistema que le sustenta, y por otra están las instituciones, en plural, de las que sabemos que se llevan mal consigo mismas. Para ello el comisario ha convocado a tres artistas de los llamados conceptuales; uno es, según el reseñista, “una auténtica institución (obsérvese el lapsus), casi una leyenda en el mundo del arte antiinstucional”, el otro “se ha distinguido por sus preocupaciones por la relación entre el arte y la realidad social y política”, y el otro “es un ejemplo eminente de eso que se llama artivista”. Del primero de ellos dice el crítico “siempre ha estado del lado de un arte al margen del mercado. Obviamente, esto es bueno –como idea-, pero no es negocio”.
¡No es negocio!... pero es ¡obviamente bueno! Debo confesar que he tenido que releer varias veces la aparentemente sencilla frase. Y sigo frotándome los ojos después de todo. Una vez sabemos que la teoría esencialista del arte se corresponde a la perfección con la teoría institucional del arte (y esto lo llevan a la práctica incluso quienes no lo creen) resulta gracioso que, primero, alguien pretenda estar haciendo un arte al margen del mercado, sobre todo si como artista es asimilado desde la institución; segundo, además de gracioso resulta patético que alguien crea estar consiguiéndolo, sobre todo si como artista es asimilado desde la institución; tercero, resulta inútil calificar tal pretensión como de buena, pues el experto debe saber que sólo pueden estar al margen del mercado quienes no son artistas (lo pretendan o no) y que por tanto lo único que es obvio es que sólo el negocio dictamina la bondad de lo que se legitima. Como bien sabe nuestro artista antiinstucional. Pero lo mejor es lo situado entre guiones: es bueno ¡–como idea-¡, es decir, es bueno el arte del artista, no por hacer lo que es bueno (estar al margen del mercado) sino por tratarse de una buena idea. ¿Ven como todo el mundo sabe que el arte é cosa mentale, tal y como decía en Mundo extraño? Y es bueno, ¡pero no es negocio!, ¿ven como no todo el mundo sabe que la teoría esencialista coincide punto por punto con la institucional?
Nota. Haskell demostró que el gusto cambia con las épocas, pero aun con su impecable demostración la Historia del Arte se parece, cada vez más, a sí misma. Tanto si hablamos de los artistas de un periodo o de otro; tanto si hablamos de un periodo en el producto se justifica en la maestría y la excelencia, como si hablamos de un periodo en el que el producto no importa tanto como la autenticidad de quien lo justifica; tanto si hablamos de Velázquez, que es cotejablemente el mejor de su época (y del que pocos particulares poseen obra), como si hablamos de Beuys, cuya excelencia artística sólo es demostrable en función de los magnates que poseen obra suya en colección particular.
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