miércoles, marzo 17, 2010

Impotencia/prepotencia

La humillación no es tanto algo que se inflige cuanto algo que se siente. Puede existir, desde luego, voluntad de infligirla, pero si alguien se niega a sentirse humillado de poco le valdrán las intenciones al canalla. Así, la humillación es más un sentimiento que una actitud y por tanto se encuentra más cercano al que la sufre que al que la inflige. Yo sentí cierto tipo de humillación (menor) cuando rondaba los 20 años y el sentimiento se encontró relacionado con el asunto del Conocimiento. Del Conocimiento ligado a mi propia coyuntura vital del momento en relación al pasado. Es decir, del Conocimiento ligado a mi propia experiencia. Se trató, como digo un sentimiento y llegó, lógicamente, provocado por la experiencia vital del otro. No puede haber sentimiento de humillación sin el otro, ese otro que lo induce, que lo provoca, haya o no voluntad de infligirlo. Y todo sin olvidar que el sentimiento de humillación es eso, un sentimiento, y que por ello es indiscutible más allá de poder ser desmedido o (in)evitable.

Me explico: en aquella época y desde los 17 años el cine ocupaba gran parte de mi vida. Acudía a las salas con una frecuencia casi enfermiza: machacaba los bonos de la Filmoteca y era asiduo a los cineclubs donde alternaban rarezas con películas de culto. Leía las dos únicas revistas de cine que había y viajaba ex profeso a Madrid para ver todo lo que se proyectaba en los Alphaville o en el Azul sin discriminación alguna. Vi en la Filmoteca Valenciana ciclos completos de Aldrich, Dreyer, Bodganovich, Rosellini, Welles, Antonioni, etc., etc., films inéditos de Buñuel y de Bergman, rarezas de Altman, curiosidades de deindependientes americanos… Y tengo para mí, que quienes antes de los 20 años habíamos visto Bolow up (Antonioni), Persona (Bergman) o Roma (Fellini) éramos jóvenes como mínimo diferentes. Más incluso que aquellos que habían leído Rayuela o Pedro Páramo.

Con todo ello, me resultaban francamente enriquecedoras las conversaciones con aquellos amigos que compartían mi afición aun cuando en ocasiones tuviéramos muy distintos puntos de vista. Ahí es donde, precisamente, se encontraba la causa del enriquecimiento, en lo que podría denominarse argumentación necesaria, en la argumentación necesaria de un sentir estético. Puede decirse que ante la necesidad de argumentar los conocimientos sobre la materia crecían exponencialmente. De hecho el Conocimiento provenía no tanto del mirar cuanto del mirar analíticamente (estéticamente, poéticamente…). Recuerdo discusiones memorables (y algunas furibundas), algunas en relación a lo concreto (Grupo salvaje) y otras más orientadas a lo genérico (Cine americano, Eric Rhomer). Y recuerdo cómo esas diferencias, aun en el fragor de la acalorada discusión, nos amigaban al tiempo en que dilataban nuestros particulares saberes. Y recuerdo cómo en la argumentación las diferencias se difuminaban porque las posiciones tendían a la comprensión del otro. Toda esa forma de mirar (cine) se encontraba, epistemológicamente hablando, bastante alejada de una mirada naif o primitiva, pues el ansia de Conocimiento se encontraba en un plano confluyente con el ansia de placer, tan propia de quien va al cine buscando sólo entretenimiento. En resumidas cuentas, esa forma de mirar (cine) me resultaba enriquecedora debido, precisamente, a la comunión de experiencias que compartíamos unos cuantos amigos.

El caso es que por aquella época me relacionaba mucho con unas primas de mi edad con las que compartí toda mi adolescencia. Una de ellas comenzó a aficionarse al cine por aquella época, así que sabiendo de mi interés por él trataba a menudo de introducirlo en el tema de conversación. Yo, intuyendo el peligro que tal situación auguraba, intentaba esquivarlo siempre, pero cuando éste se hacía inevitable trataba de apartar comentarios que pudieran parecer eruditos o pedantes. Vano esfuerzo, pues antes o después llega el momento de la verdad, aquel que enfrenta dos grados, dos niveles que son conciliables sólo cuando ambas partes son sabedoras de su particular grado. Lo cual no fue el caso.

En efecto, en una de las primeras aproximaciones que tuvimos mi prima se vio obligada a interpelarme a bocajarro: “¿pero tú quién te has creído que eres?, ¿acaso crees que tú estás en posición de la verdad?, ¿acaso crees que tu gusto vale más que el mío?, ¿cómo te atreves a menospreciar mis opiniones?”, etc. La cuestión es que yo me había atrevido a calificar de mala una de las películas que a ella le había entusiasmado. Yo quise apaciguar sus ánimos pero la suerte estaba echada y no fue posible la marcha atrás. Y el que más perdió fui yo: primero porque me sentí aturdido ante la asertividad de su desprecio y no supe qué argumentar a mi favor, pues nada se me ocurría que no pudiera empeorar las cosas; y segundo porque ella hizo partícipe a su-mi familia de aquella primera discusión y desde entonces ya no me ha abandonado el estigma de raro. Que así es como se estigmatiza generalmente a los jóvenes que se apresuran a romper el ciclo natural. Y es cierto que ante su perorata me sentí humillado, pues con todo no supe (¿) defender mi posición.

La ruptura no careció de lógica ya que su planteamiento vital ante el cine poseía demasiadas diferencias respecto al mío. En primer lugar, ella era lo que podría denominarse una aficionada al cine de estreno, por lo que no existía interés alguno por el pasado, y tampoco existía en ella intención alguna de Conocimiento, por lo que todo análisis se le hacía innecesario. En cualquier caso, insistamos en ello, fue ella la que venció, pues el hecho acaecido sólo podía narrarse públicamente (popularmente) desde su punto de vista. Según su narración era yo el que con mi afirmación la insultaba, pues ella estaba en su derecho de gustar de lo que fuera y yo no tenía ninguno derecho menospreciar ese gusto. Naturalmente yo no menospreciaba su gusto, pero eso es algo que jamás habría podido hacer entender a quien de entrada no admitía diferencia de grados en la capacidad analítica (no tanto del cine como de la propia experiencia) y por tanto tampoco entendía, ni quería entender, de grados de excelencia en la ejecución de un producto (en este caso cinematográfico). O sea, ella jamás habría admitido que yo NO menospreciaba su gusto. De hecho, el gusto de cada cual es lo de menos ante lo que resulta verdaderamente importante: el análisis y la consecuente capacidad de Conocimiento. Lo que Stanley Cavel llama intelecto sensible. Se trataba en definitiva del enfrentamiento de dos actitudes arquetípicas: la de quien quiere entender la vida y la de quien pasa por la vida.

(Por cierto, esa voluntaria ignorancia epistemológica de quien admite tenerla se encuentra siempre estrechamente vinculada a la maldad cuando tal ignorancia es usada para intentar anular a quien carece de ella (en base a un reivindicado relativismo cultural). Por eso precisamente son tan peligrosos los ignorantes (o los incultos) cuando a su condición se suma la del complejo de inferioridad).

Su gusto era indiscutible a la par que legítimo y en mi afirmación nada había de argumento ad-hominen. Lo que sucede es que su argumento SÓLO se sustentaba por su particular gusto personal, con lo que ello suponía: el rechazo de todo posible canon configurado por los sucesivos análisis eruditos de todos aquellos que habrían elaborado una para ella innecesaria Historia del Cine. No cabría la posibilidad de que hubiera películas mejores o peores, pues tal hecho podría concebirse como un insulto para quien no participara de alguna afirmación. Porque en realidad, y aun cuando ella creyera lo contrario, la discusión nunca se redujo a una cuestión de gustos. De hecho, y como le insistía, yo puedo disfrutar de una mala película porque el placer es algo que adviene muchas veces ante lo insospechado y nada tiene que ver con dogmas. De lo que se trataba era, precisamente, de desvincular el gusto, siempre tan etéreo, de cualquier afirmación que tuviera en cuenta los grados de excelencia, que SÍ existen. Por lo que la susodicha película podía ser mala con independencia de que pudiera gustarle.

Pero nada, no había nada que hacer, nuestro encuentro era imposible: respetando su gusto yo hablaba desde el intelecto vinculado a la experiencia estética, mientras ella hablaba de emociones vinculadas a su gusto personal pero sin respetar mis conocimientos. Yo hablaba de excelencia trascendente, por lo que mi discurso se basaba en el intelecto, mientras ella hablaba de sensaciones, por lo que su discurso se basaba en lo sensible. Pero como decía Schiller, “Vulgar es todo aquello que no atañe al intelecto y que no despierta otro interés que no sea el sensible”. Siendo vulgar un adjetivo que se asocia a lo necesariamente mayoritario, es decir, a lo popular.

Podrá parecer mentira pero todos estos recuerdos me han venido despertados por una discusión radiofónica mantenida entre Arcadi Espada y Julia Otero (a partir de unas declaraciones de Rosa Díez). Pues bien, no se trata tanto de exponer el caso para tomar partido (quien quiera que acuda a youtube y lo busque) cuanto de expresar mis conclusiones respecto a este paradigmático enfrentamiento entre dos modos de expresión ideológicas: el de quien se encuentra del lado del intelecto (y cuyos análisis se encuentran razonados en una estructurada cadena causal de pensamientos elaborados) y el de quien se encuentra del lado de las emociones (y cuyos análisis se fundamentan en una necesaria intuición). El primero, por forzosamente minoritario, es impopular, y el segundo, por forzosamente populista, es demagógico. La incomunicación entre ellos suele ser total. Y quien suele vencer es, generalmente, el segundo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

aunque les sepa mal a los populistas Julia Otero se comporto como una facista totalitaria ,intolerante e intransigente incapaz de querer comprender lo que era obvio para una persona normal, creo yo que no es necesario ser una luminaria ni un raro para comprender a Arcadi Espada, que la verdad para mi estuvo muy bien .