viernes, enero 07, 2011

Misantropía

Me gustaría tener vocación de ermitaño, pero como no la tengo me conformo con poseer un lugar retirado del mundanal ruido. Allí voy siempre que puedo a desintoxicarme del exceso de rostros que sufro en mi habitual lugar de residencia; rostros que me agreden con su circunspecta presencia; rostros irreverentes a su pesar. Rostros innecesarios. Allí voy siempre que puedo a concentrar todo lo que mi fuerza centrífuga se encarga de alejarme en el hábito. Sólo puedo obtener la concentración necesaria allá donde los rostros sean evanescentes; o figurados. O minúsculos como una cerilla. O insignificantes como un miasma. Para no disiparme sólo me hace falta una celda de trabajo y unas buenas vistas. Algo que encuentro siempre que acudo a “mi cabaña”, sita entre Cabo de San Antonio y Cabo de la Nao. Allí voy siempre que puedo, tanto a concentrar lo disperso cuanto a separarme del mundanal ruido. Y no es la común unión a la naturaleza lo que me llama, sino la necesidad de emboscadura, que diría Junger. La necesidad de recogerme para así encontrar la distancia oportuna. No es por tanto un sitio para la creación, aunque ésta pueda darse, sino un lugar para la oxigenación y la meditación. Por lo que resulta importante la ausencia “del otro”. Amar a M., leer, pensar y comer paellas son los objetivos; y no pasear, producir o tomar güisquis.

Lo llamo “cabaña” irónicamente y en honor al lecorbuseriano término cabanon, porque mi casa de la costa nada tiene nada que ver con una cabaña. Así, no es el tipo de espacio habitable lo que me emparenta con Le Corbusier, tan distinto el suyo del mío, sino más bien lo que de él se pretende; lo que de él se espera. Digo yo, por especular acerca de lo que pudiera pretender el arquitecto. De hecho su cabaña se encontraba hábilmente situada en plena costa, entre Menton y Montecarlo. Si bien, y por otra parte, no tengo constancia de que además de concentración (para consigo) buscara distanciamiento (para con el otro), sobre todo si tenemos en cuenta que su cabaña carecía de cocina porque se encontraba ubicada en el jardín del restaurante Etoile de Mer, en Cap-Martin, donde el maestro comía todos los días. Algo que la leyenda se encarga de omitir o disimular para otorgar más potencia al mito, el mito de quien se “encabañiza”. Es más, bien pensado, la cabaña de Le Corbusier ratifica mi sospecha de que el arquitecto era un listillo. Y dadas las características estéticas (y funcionales) de sus obras y proyectos legados, un misántropo.

Addenda. Los hagiógrafos de Le Corbusier siguen relacionando sus proyectos con la búsqueda de la belleza (¿). Y entienden su modulor como una explicación convincente (¿)… porque resulta interesante respecto a sus intenciones (buenas). Y hablan de sus “pilotis” y de sus “máquinas para habitar” levitando por encima de la Unité d’habitation (Marsella), que fue apodada por los propios vecinos como “la casa del chiflado”. Curiosa es por tanto la coincidencia: el origen de cabanon (en el siglo XVIII) era la maison de fada, una especie de caseta exigua donde se encerraba a los locos peligrosos.

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