Hay gente con la mente muy abierta respecto a la Música. Es más, he podido comprobar a lo largo de mi vida que es mucha la gente que gusta de la Música así, en genérico, y que por lo tanto escucha con el mismo o similar placer música de muy diverso género. A mí, sin embargo, siempre me pasó algo distinto, más bien lo contrario: me gustó como a todos (al parecer), pero muy poco de ella. Ya de adolescente me incliné por una música que apenas podía compartir con nadie. Y además, salvo alguna rara excepción con la música clásica, prácticamente sólo me gustaba esa, la que me gustaba. Mi problema de entonces, que sigue siendo parecido al de ahora, es que cada vez que me preguntaban acerca de mis gustos musicales no sabía qué responder. Comprobaba, igual que ahora sigo comprobando, que no había respuesta que pudiera zanjar fácilmente la cuestión.
De hecho, cuando en alguna ocasión me veía sin ganas de responder in-extenso, siempre e invariablemente se hacía mi interlocutor una idea equivocada del asunto. Sigue pasándome lo mismo y, si bien es cierto que la respuesta detallada no sería la misma de antaño, el fondo de la cuestión permanece inalterable. Por ejemplificar: si ante la pregunta adolescente “¿qué música te gusta?” yo contestaba “el Jazz”, indefectiblemente el interlocutor se hacía una idea equivocada del asunto. Y no tanto por una posible incompetencia del mismo cuanto por la indefinición de lo que tal adscripción podía englobar, o incluso significar. De hecho, de la misma forma en la que decía que el Jazz era la música que me gustaba pude decir, sin que hubiera habido un ápice de falsedad en la afirmación, que el Jazz era una de las formas musicales que más odiaba. Tal era (es) el valor polisémico de la palabra Jazz. Sin ir más lejos, uno de los compañeros colegio de entonces, que continúa siendo amigo, tenía una idea del Jazz absolutamente contrapuesta a la mía. Él (como otros amigos ulteriores al colegio) escuchaba Jazz Contemporáneo y se retrotraía unos cuantos años para entenderlo. Así, el entendimiento de lo contemporáneo pasaba por entender retroactivamente el Bebop. Yo, sin embargo, sólo gustaba de los orígenes de la música negra y como mucho llegaba a algunas de las Big Bands previas a la constitución del Bebop, ese estilo atiborrado de excesos que por aquel entonces no soportaba en ninguna medida. Me costaba entender los desafueros incomprensiblemente veloces y arrítmicos de Coltrane, Young y Parker. Y sin embargo me complacía el sonido roto y quejumbroso de Ben Webster, o el sonido intelectual (sí) de los cuartetos de Benny Goodman.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces y mis gustos han ido y venido por vericuetos a veces imprevisibles. Se han ampliado mis preferencias, si bien es cierto que no me consideraría jamás un ecléctico. Cuando ahora alguien me pregunta por mis gustos musicales ya sí sé qué responder: “me gusta Duke Ellington”. Esa es la respuesta más precisa que puedo dar. Es verdad que escucho ahora mucha más música que antaño, y es incluso probable que escuche ahora menos al Duke que antes, pero no es menos cierto que cuando escucho al Duke quedo impregnado por la esencia que la palabra música contiene. Para mí no hay nada que represente mejor el concepto de Música del siglo XX que el conjunto de sus miles de composiciones musicales, las que además tocaba en vivo aquí y allí sin descanso.
Mucha gente sigue asociando su figura al Cotton Club y entienden su música desde la perspectiva de las Big Bands, lo cual no deja de ser una simplificación recurrente que denota cierta ignorancia. Duke Ellington fue mucho más que eso; es más; casi fue lo contrario de eso. Una vez escuchado el Duke seriamente casi todas las Big Bands suenan a verbena. Ya en los primeros treinta se despertó en él un interés por llevar su música a territorios desconocidos por el mundo sincopado del Jazz. Por aquel entonces conoció a un músico que resultó absolutamente definitivo en la conformación del sonido ellingtoniano: Billy Strayhorn, un ser intovertido 20 cms. más bajo y diez años más joven que el Duke. De ahí surgieron los primeros dos trabajos orquestales serios de la banda, Jump for Joy (1941) y Black, Brown and Beige (1943). Después de estos nunca dejó de plantearse obras que trascendieran lo que una nomenclatura de género musical constreñía. De hecho conviene recalcar en que el trabajo realizado en los cuarenta no fue sino la vía por la se abrió paso para conseguir verdaderos frutos 15 años más tarde, cuando se hubieron perfeccionado los estudios de grabación. Esas primeras obras fueron brillantes aproximaciones que tuvieron su peso e influencia en su momento y que sirvieron al Duke como plataforma para sus investigaciones ulteriores, menos “históricas” pero más contundentes y perfeccionadas. Por eso me resulta tan extraño como incomprensible que muchos historiadores de la música (incluido Alex Ross, que le dedica varias páginas en su imponente obra) sigan aún ninguneando el trabajo que el Duke realizó en sus últimos años.
No hay más que ver ciertos vídeos que sobre él se realizaron para comprender qué le impulsaba a ser músico. El Duke era, ante todo, plenamente feliz escuchando en directo todos los arreglos que había anotado la noche anterior en la suite del hotel de turno. Disfrutaba tocando el piano y disfrutaba dirigiendo a sus músicos, unos músicos que sólo alcanzaban su máxima cota de excelencia cuando tocaban en la formación ellingtoniana. Algunos se formaron con el Duke y se despegaron de él para llevar su carrera de forma más libre (Barney Bigard, Ben Webster). Algunos de ellos intentaron brillar con luz propia, pero siempre acababan volviendo a la banda para mostrar lo mejor de ellos (Jimmy Hamilton, Johny Hodges). Y otros le fueron estrictamente fieles durante toda su vida (Rusell Procope, Harry Carney, Paul Gosalves).
El sonido peculiar de Ellington lo proporcionaban sin duda los vientos, sobre todo la heterodoxa mezcla de caracteres en la sección de saxos. Un barítono, uno o dos tenores, dos altos y dos clarinetes. Harry Carney con el saxo barítono le otorgaba la profundidad melancólica que dejó el vació de Ben Webster. Rusell Procope, que combinaba el saxo alto con el clarinete, aportaba a la banda un sonido de fondo que resultaba imprescindible en el clímax del final de muchas piezas. Jimmy Hamilton ponía el sonido Orleans que nos recordaba constantemente los orígenes del Jazz. Pero si algo caracterizó el sonido por el que Ellington merece un puesto en el Olympo fue la excéntrica mezcla de dos saxos tan extremadamente antagónicos, Paul Gonsalves y Jonhy Hodges. El primero me hubiera resultado insoportable fuera de la banda, pero se hacía necesaria su presencia en ella para aportar la disonancia que compensaba tanta armonía. Parecía un autista cuando hacía sus solos; apretaba sus labios, cerraba los ojos y se retorcía con su instrumento formando una unidad con él. Rara vez conseguía contener su virtuosismo digital y sus solos acababan siempre variando la melodía y hasta el tempo de la pieza. Algo que el Duke usaba en beneficio de todos, porque si algo tuvo claro siempre el Duke es que debía escribir las partituras en función de sus particulares músicos, a los que conocía perfectamente y a los que se adaptaba en función de sus posibilidades y de sus limitaciones. Y por otra parte estaba Jonhy Hodges el más grande saxo alto de todos los tiempos, con su inconfundible sonido metafísico que aplanaba la base de toda melodía sobreponiéndose al tema central y dotándole de una fuerza celestial. Fue lo opuesto del bueno de Gonsalves (tan bebopiano él), que compensaba su introversión con apasionadas contorsiones. Hodges, sin embargo, no sólo permanecía inalterable en el punto álgido de su solo, sino que además mantenía los ojos abiertos como si fuera él quien te estaba escuchando, como si la cosa no fuera con él.
Duke Ellington grabó innumerables discos, muchos de ellos contenían selecciones de distintos temas que combinaba según su estado de ánimo. Muchas de sus grabaciones más famosas las hizo en directo y ahí también resultó ser poco previsible. Es cierto que hacía alguna pequeña concesión con esos temas que siempre acababan por demandarle (Caravan, Satin Doll, C-Jam Blues, Perdido, Black and Tan Fantasy…) pero él siempre iba más lejos de lo previsible y ofrecía al público mezclas y combinaciones que eran fruto de su inevitable necesidad de creación.
Lo mejor de su creación se encuentra en las piezas largas creadas a base de pequeños fragmentos. Casi todas ellas compuestas y grabadas a lo largo de la década de los sesenta: Far East Suite, New Orleans Suite, Tongo Brava Suite, The Degas Suite, The Girl’s Suite, The Perfume Suite, The Queen’s Suite, The Goutelas Suite, The Uwis Suite. Y no podemos olvidar su memorable partitura para la película de Preminger Anatomía de un asesinato. Y su extraordinaria interpretación de la banda sonora de Mary Poppins. Y su disco A drum is a woman, obra que nos narra con orquestación y de forma sui generis los inicios del Jazz, que fue por otra parte el resultado de un proyecto frustrado que compartió con Orson Welles.
Oigamos Clementine de The Girl’s Suite: Surge el clarinete (Procope) con un vibrato en el registro bajo que deja escapar sabiamente algún agudo. Sonido compacto y resonante de un clarinete abrumador. Las trompetas de fondo y con sordina acompañan a golpes este inicio que indica una apertura, una apertura con ritmo alegre pero contenido. El clarinete deja paso a un evidente diálogo mantenido entre la sección de saxos al completo y un piano sutil que parece dar la razón a los vientos con cortesía y dulzura. Diálogo entre quien dice cosas sensatas y quien las corrobora con delicadeza (Duke) a golpe sutil de teclado. De repente surge una afirmación por encima del diálogo; se trata del saxo alto (Hodges) que entra en escena con un discurso afirmativo, pero con un indudable alarde de felicidad y sentido del humor. El saxo impone su opinión con un fraseo convincente por su sencillez y una galantería sólo propia de los sabios a los que gusta escuchar. Es entonces cuando vuelve a hacer acto de presencia el clarinete que nos introdujo en esta conversación mantenida en el muelle, al claro de una luna que en el mar se refleja perfectamente entre los mástiles de los veleros. Entra el clarinete para hacer de contrapunto al saxo y se superponen en un clímax en el que ambos brindan por la felicidad que efectivamente estalla en la audición. Los instrumentos sonríen entre bemoles y sostenidos hasta que se despiden. Llegado este punto, he de reconocer, es cuando me caen lágrimas como granadas.
Casi al final de sus días Ellington se hizo una entrevista a sí mismo en la que ante una pregunta protocolaria decía, “Jazz es tan sólo una palabra que en realidad no significa nada”. Al final de la autoentrevista el Duke ponía entre paréntesis, “(Si un entrevistador hace preguntas tontas es solo porque piensa que el entrevistado es tonto)”. El Duke, Duke Ellington. La Música.
domingo, enero 09, 2011
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