sábado, enero 22, 2011

Del miedo y la hipocresía

Son tantas las veces que me he definido como un cobarde (en este blog) que, aunque sea por una vez, estoy dispuesto a considerarme, si no un valiente sí al menos un atrevido (ingenuo). Para situar la historia en la que pretende demostrar mi valor necesito primero remitirles a dos recientes posts que se centraban en las consecuencias producidas por un tipo de sujeto, el contemporáneo, que se caracteriza por su connivencia con la corrección política; unas consecuencias que se derivaban, fundamentalmente, de decir públicamente cosas contrarias a las que se piensan. El sujeto del hoy, venían a decir los citados posts, se ha habituado a vivir sin soltar el clavo ardiendo por el que se sujeta, y aunque tal actitud propicie dolor no estará dispuesto a soltarlo si en ello le va el vivir “descolgado”. Así, lo que trataban de demostrar esos posts es que la corrección política ha calado tan hondo en la vida social que puede afirmarse, sin temor al equívoco, que ya son muy pocos los que pueden permitirse el lujo de decir públicamente lo que piensan. Lo que a su vez puede ser expresado de otra forma; haciendo uso no tanto de la actitud activa (“decir”) como de la actitud pasiva (“callar”). De esta forma, el ciudadano del hoy se caracteriza tanto por decir lo que no piensa como por su tendencia a NO decir (públicamente) aquello que pudiera perjudicarle en su objetivo, ya sea éste el perverso de medrar o ya sea el simple de sobrevivir.

Pero empecemos por el principio y centremos el asunto. Como en alguna ocasión ya he comentado soy un compulsivo comprador de libros. Ahora puedo apostillar, además, que desde hace 25 años soy absolutamente fiel a una concreta librería situada en el centro de Valencia. De hecho, puedo estar en La Central de Barcelona sosteniendo libros con una mano mientras con la otra sujeto el teléfono a través del cual los encargo a “mi” librería. El dueño es un tipo especial con el que mantengo una extraordinaria relación. Trabajé para él 5 años dirigiendo la programación de la galería de fotografía que alberga en su espacio, la galería que a mediados de los ochenta hizo famosa la librería. Trabajar 12 horas al día fue la clave para que mi amigo pudiera sobreponerse a la jauría de las macrosuperficies con sus best sellers. Para definir su ideología, ideología que mantiene firme desde la época del colegio, sólo puedo decir que se trata de un madrileño que recién llegado a Valencia (a mediados de los setenta) se puso enseguida a defender la cuatribarrada mientras aprendía el catalán y hacía pintadas contra la Guardia Civil.
Hace unos meses tuvo la ocurrencia de realizar una publicación que conmemorara los 25 años de intensa actividad de la librería-galería. Pidió colaboración a multitud de personas que de alguna forma habían estado vinculadas al negocio, ninguna de ellas con el estrecho nivel de relación que a mí me había unido a él. Mi colaboración fue solicitada más que por un motivo por múltiples de ellos; yo ayudé en los inicios, colaboré directamente en varios proyectos y trabajé formalmente para la empresa. Pasados unos días de la petición ya le hice saber que, si bien faltaban unos meses para llevar a cabo los preparativos de la edición, yo ya había escrito mi texto y que el mismo llevaría una nota en la que exculparía a la librería de toda opinión por mí expresada. El caso es que por unos motivos o por otros (que realmente desconozco) la cuestión es que la publicación está en imprenta y mi texto no ha entrado. ¿Malos entendidos? Puede. Pero puede que no sólo. Este es el texto que debió publicarse:

Railowsky. Tesón y constancia
Me acuerdo de sus inicios porque yo fui de los que ayudó a rascar la vieja pintura humedecida del espacio recién adquirido por sus tres propietarios y socios. 1985.
Han pasado ya 25 años desde entonces y al frente del negocio se encuentra, solo (ante el peligro), uno de aquellos tres pioneros suicidas, Juan Pedro Font de Mora.
Hace pues 25 años se abrió en Valencia una librería especializada en cine, fotografía y periodismo, y que contendría en su interior una de galería de fotografía. ¡Qué fantástica y bella inconsciencia!
Hace 25 años todos sabían de las pocas posibilidades de futuro que tenía un proyecto de estas características en lo referente a las dos vías de negocio, pero sobre todo en lo que respecta a la galería de fotografía. Primero por encontrarnos en España, lugar que ha demostrado, siempre, un profundo y furibundo desprecio hacia la fotografía. Y segundo por encontrarse ubicado el proyecto en Valencia, ciudad cansina caracterizada por combinar estupendas y minúsculas arrancadas de macho con espectaculares y grandilocuentes paradas de burra. Las primeras siempre realizadas por gente de casta (en el primer IVAM y en la primigenia Sala Parpalló) y las segundas siempre instigadas desde unos ineptos poderes fácticos; los que acabaron imponiendo en Valencia veleros y coches en detrimento de programas culturales serios. Los que acabaron dejando que el IVAM pareciera una enorme falla, con ninot indultat incluido.
La opción de Railowsky fue la de caminar por senderos alternativos y pedregosos. Y la de vivir emboscados ante el fagocitador mundanal ruido. Y consiguieron en unos pocos años (allá por 1990) un prestigio internacional infrecuente en empresas tan económicamente poco ambiciosas. Mientras que en España se seguía despreciando todo lo que pudiera vincularse al gelatinobromuro de plata. Porque el coleccionismo en España se ha interesado por la fotografía sólo cuando otros países se la han impuesto. Y de ahí que, por hacer extensivo el problema, el mercado del Arte en España sea el de un miserable pero significativo 0,6% respecto al mercado mundial. Hay, por poner un ejemplo, más galerías de fotografía en un solo barrio de París que las habidas en España durante toda su historia.
En cualquier caso, insisto, Railowsky consiguió en unos pocos años un prestigio internacional poco frecuente. Y la explicación es exageradamente sencilla: un gusto REAL por el objeto expositivo y el justo ánimo de lucro. Así: mucha honestidad. Y trabajo a manta. Cualidades que se encuentran, como bien es sabido, en las antípodas de lo que se enseña hoy a las nuevas generaciones que viven ya sólo de forma on-line.


Nota del autor. Sólo el abajo firmante se hace responsable de las opiniones vertidas. En ningún caso Railowsky tiene por qué hacerse cargo de lo que nos son sino simples opiniones personales.

Post Scriptum. En varias ocasiones he coincidido en la librería con un cliente habitual que siempre mantiene charlas apasionadas con mi amigo y dueño. Sólo sé de él por lo que escucho de sus conversaciones, siempre marcadas por el tono machacón y quejumbroso respecto a la política cultural valenciana. Son conversaciones que se caracterizan por su espíritu crítico respecto a las políticas de gestión de nuestros gobernantes. Y, no faltándoles razón a ambos en los argumentos, y aun estando de acuerdo en los fundamentos de las críticas, no dejan de provocarme, siempre e indefectiblemente, cierto rechazo en lo concerniente a lo expresado por el susodicho cliente. Yo siempre me he mantenido al margen de las conversaciones aun cuando con la mirada el cliente haya buscado con frecuencia cierta complicidad conmigo, quizá por saberme amigo de su interlocutor.

Después de varios casuales encuentros marcados por la distancia se ha producido el encuentro del conocimiento. A mi pesar, claro. Ayer le conocí porque con toda la buena voluntad del mundo se le ocurrió a mi amigo presentarnos. No tardó ni 3 minutos en derivar la conversación hacia el tema que tanto parece apasionarle; el de la impresentabilidad de nuestros gestores culturales. Y de nuevo me sucedió: aún estando plenamente de acuerdo con los argumentos algo había en él que me molestaba, o mejor, algo que más bien me desagradaba. En seguida salió a colación el famoso tema de la destitución del director del Muvim a cargo de las instancias políticas, tema por cierto en el que los gobernantes valencianos hicieron el más espantoso de los ridículos, además de mostrar unas formas absolutamente propias de cualquier totalitarismo.

La cuestión es que queriendo ir más allá de la lógica (por pertinente) desacreditación de los políticos, el ínclito cliente mostraba un tremendo enfado hacia quienes, para él, resultaban tan canallas como estos: los periodistas. Así, se quejaba no tanto de una clase, la política, como de una ciudad entera, pues su enfado, como digo, se hacía extensible a una opinión pública que no había sido capaz de aprovechar un desafuero politizado para expulsar a los malos del poder. “Los periodistas -me decía cogiéndome el antebrazo y acercando su boca a mi oreja- son los que verdaderamente me han decepcionado. Han tenido la oportunidad de poder hacer algo en contra del poder y han preferido amarrarse a su trabajo y hacer oídos sordos. Una pandilla de vendidos”. Y, en efecto, dadas las condiciones de la queja ésta no se conformaba con el rechazo a los políticos de turno. Se mostraba indignado, en definitiva, con quienes según él nada habían hecho respecto a lo que debían. Se mostraba indignado con los no-activistas. “Sabes lo que te digo –continuó bajando el tono de voz y torciendo el gesto-, desde que sucedió aquello le he cogido manía al museo, ya no me gusta ir; es más: me da cierto asco”.

En estos momentos de la conversación yo hice memoria y le comenté que en todo caso no sólo los periodistas pudieron ser cómplices con su falta de acción, sino que, según tenía entendido, los propios artistas lo habían sido de igual forma, si no más. Y aproveché para contarle la anécdota acaecida pocas horas después de la destitución del director del museo, esa destitución que tanto le indignó y que tuvo, según él, que propiciar en muchos la necesaria queja pública y activista. Lo llamo anécdota por llamarlo de alguna forma. La cuestión es que pocas horas después de la fatídica (y politizada) destitución del entonces director e celebraban en el museo las inauguraciones de tres exposiciones. Al parecer, y según un amigo que se encontraba presente, los autores, comisarios, amigos espectadores, periodistas, etc. que habían acudido a las mismas se encontraban en una tesitura que resolvieron de forma grotesca, pues en las puertas del museo se había convocado una manifestación para quejarse de la injusta destitución. Los “espectadores” no sabían exactamente qué debían hacer y optaron por hacer las dos cosas: gritaban un rato con pancarta en mano y acto seguido entraban a tomarse un vino en honor del artista amigo. En vez de renunciar a exponer como signo de protesta habían decidido mantener la exposición como signo de indiferencia hacia los hechos.

Yo pensaba que el cliente iba usar la anécdota para incrementar su indignación, pero no sólo no fue así, sino que quiso quitarle importancia con frases del tipo, “bueno, eso son cosas que en el fondo… pues… no tienen… ya sabes… la cuestión es que los periodistas valencianos no han estado a la altura de…”. El caso es que al cliente no parecía haberle hecho mucha gracia mi comentario y continuó hablando de otras cosas menos comprometidas. Y así hasta que comenzaron los típicos intercambios de muestras de interés por parte de ambos. “Entonces tú, a qué te dedicas”, le dije. “Soy artista”, respondió. Fue cuando mi amigo y dueño de la librería, que se había encontrado al margen de la conversación atendiendo a clientes, pasó junto a nosotros y apostilló dirigiéndose a mí, “si hombre, si lo debes conocer, es fulanito”. Y en efecto, fulanito no sólo era artista sino que había sido uno de los artistas que inauguró su exposición horas después del la injusta destitución del director del museo. Y la mantuvo durante todas las fechas programadas.

No hay comentarios: