Quizá debido a su particular historia podría decirse que España apenas ha contado en la conformación de la Historia del Arte Occidental a partir de la segunda mitad siglo XX. Durante la época de la dictadura surgieron, eso sí, algunos artistas que gracias a su actitud cosmopolita y su afán vanguardista se dedicaron a la creación de un tipo de arte tan poco entendido por muchos como poco “premiado” por la élite de los expertos nacionales de aquel momento. En cualquier caso, de tal incomprensión no se colige, de ninguna manera, ningún rasgo de excelencia demostrable. O por decirlo en otros términos: los artistas a los que me refiero hacían un tipo arte que aquí se veía lejano pero que en realidad era el arte que fuera de España venían haciendo los artistas más vanguardistas.
Lo que hacían, pues, estos artistas españoles no era otra cosa que crear , con mayor o menor fortuna, a partir de los conceptos que servirían a occidente para ir configurando una concreta Historia del Arte (o una concreta Historia de la producción simbólica de occidente). O por decirlo de otra forma: lo que hacían estos artistas era ir a la moda del arte más internacional. Un arte que sirvió a los últimos intereses de un concreto entendimiento del arte moderno; intereses que se manifestaron de varias maneras y a través de distintas denominaciones. Todas, en cualquier caso, englobadas dentro de las posibilidades de lo que se dio en llamar arte conceptual.
No hace mucho tuve la oportunidad de visionar el vídeo de una especie de mesa redonda que organizaba y patrocinaba la Facultad de Bellas Artes de Valencia (Universidad Politécnica). La mesa redonda formaba parte de un ciclo de tres mesas redondas que pretendían, de alguna forma, reivindicar tres artistas “ninguneados” por el stablishment español: Juan Hidalgo, Isidoro Valcárcel Medina y Esther Ferrer. Las tres mesas, por cierto, independientes unas de otras pero agrupadas en un mismo ciclo a partir de una idea vertebradora. Y las tres, claro, centrando su discurso, no tanto en los méritos de los reivindicados artistas, que también, cuanto en la estulticia de un país que no supo (ni sabe) valorar a los grandes creadores. Cada una de ellas compuesta a su vez por tres participantes: dos expertos y el artista en cuestión. El núcleo argumental de la presentación, a cargo del moderador, fue restar importancia a su interés por las obras en sí para dárselo a los sujetos artistas: “pioneros en cuestiones múltiples”.
La mesa-debate protagonizada por Juan Hidalgo (1927) contaba con David Pérez, director y coordinador del ciclo, y con el experto Xosé Manuel Buxán Bran (especializado en arte lésbico y gay) y se llamaba Una práctica nómada.
La actitud de Hidalgo quedaba clara desde un principio: defensa y reivindicación de la libertad de cada cual. Un especie de buenismo ácrata que en la mesa se celebraba cada 3 o 4 minutos por unos contertulios que estallaban de emoción cada vez que el ínclito se decidía a defender la libertad (creativa, de palabra, de opción sexual…) del individuo (“cada uno que piense lo que le dé la gana, lo único que tenemos que hacer es aprender a respetarnos”). El resultado de sus intervenciones era de lo más esclarecedor, algo, por cierto, que podrá comprobar todo aquel que consiga el vídeo que con efectos divulgativos realizó la propia Universidad. Esclarecedor en la medida en que daba cuenta de quién es el personaje artista, el personaje creador.
No se trata aquí de juzgar lo que se encuentra a la vista de cualquiera que lo requiera, sino de analizar lo que puede suceder ante el verbo de un artista de 80 años que decide usarlo ante el público; analizar lo que puede suceder ante el verbo por él pronunciado y a partir del cual pretende dar cuenta de su sentir respecto a la creación artística y al mundo del arte en general; analizar lo que puede suceder ante el verbo, que es en definitiva lo que congregó a todo el público en la sala de conferencias (y no su obra, por mucho que ésta fuera mentada y conocida). Además, uno de los matices que Buxán Bran se vió impelido a significar en un momento del coloquio fue el amor del artista a la palabra. “No es un iletrado”, dijo el experto. Vale, pues, ni es un iletrado: juzguemos entonces su palabra, que es por otra parte o que ha venido a “mostrarnos”.
Y mi conclusión es que toda su intervención parecería mentira si no fuera porque al estar grabada todo el mundo puede acceder a su análisis. Lo cierto es que ya deberíamos estar curados de espanto respecto a la diferencia que puede mediar entre la producción de un sujeto y el propio sujeto (véanse Las leyes fundamentales de la estupidez humana de Cipolla, concretamente la segunda: se comprobará que alguien puede ser un imbécil con independencia de que pueda realizar perfectamente una actividad). Pero después de todo no lo estamos y seguimos sorprendiéndonos ante el verbo de quien pudo conformarse con su producción y con lo que su producción podía “decir” al espectador. Algo habitual en el arte moderno.
Hay algo en los artistas modernos que les impele, no sólo a ser expertos en Teoría del arte, sino a ser expertos de sí mismos, de su propia obra y de su propio ser. Lo que sucede especialmente en los artistas del arte debido a su extrema vinculación con la Filosofía, y no tanto en los artistas del cine, del teatro, de la literatura, del diseño, de la música, etc. “¿Cómo se recibe en el arte español a Juan Hidalgo, en las Instituciones, los Museos…?”, le pregunta el experto al inicio del coloquio. “La verdad es que me importa un carajo”, contesta el artista omnicomprensivo. Y para dejar clara la incomprensible incomprensión que ha generado su trabajo continúa, “yo tengo muchos trabajos que valen un dinero, aunque a lo mejor nadie los valore todavía, pero desde que yo me muera se van a revalorar” (textual). “[el arte no nos ha beneficiado en nada, somos nosotros los que] nos hemos entregado para beneficiar al arte”.
Una vez acabada la mesa Hidalgo, y en coherencia a lo por él dicho; es decir, en coherencia a su verbo explícito dijo: “Ahora lo que sería interesante, si nos quitamos todas esas puñetas, pues que alguien empiece a preguntar cosas, o diga lo que le dé la gana, o haga lo que le dé la gana”. Y digo en coherencia porque es precisamente eso, la actitud libre (buenrollista) pero respetuosa hacia la actitud del otro, lo que él asegura proponer a los demás en la misma medida en que él la exige de los demás. Algo que, como digo a quedado claro en su verbo explícito, el que le dicta su deseo, pero que no ha quedado demasiado claro en su verbo implícito, el que emerge a su pesar. En efecto, durante hora y media Hidalgo no se ha cansado de reivindicar y exigir lo que confiere dignidad al individuo, la libertad. Pero por otra parte, no ha dejado de mostrar ira hacia todos aquellos que o no le entendieron o siguen sin entenderle en el mundo del arte en particular, así como en el social en general. Con todos esos “que se jodan” proferidos en sus intervenciones no ha hecho sino ir mostrando su verdadero ser.
La prueba que confirma tal conclusión personal sobrevenida durante el transcurso de la mesa no se hace de rogar. Ante la inseguridad o la timidez del público por hacerle preguntas Hidalgo reacciona e insta al público a participar de forma un tanto impulsiva y prepotente. Así entonces un chaval: “por una parte, mucha gente de la que hay aquí no tiene ni idea de lo que Usted ha hecho y por otra Usted habla de la felicidad y de que el arte le da placer…; sería interesante saber si Usted venía ya de una familia acomodada porque como ha viajado tanto y ha podido hacer tantas cosas…; y aquí la gente, cuando salgamos de esto nos iremos al paro y ya veremos. A ver, ¿qué es lo que había hecho Usted?, por seguir un poco sus pasos o… o no; ¿cuál es el camino a seguir?”. El artista se estira en la silla, tuerce el gesto y dice, “Pues mira, te voy a dejar que tú pienses lo que te dé la gana”. “No me vale”, contesta el chaval. A lo que el artista replica, “me es completamente indiferente, lo siento porque tú de mi vida no sabes, por lo visto, nada; entonces yo creo que tú tienes una oportunidad maravillosa para hacerte mejor y hacer más felices a los que te rodean, todos nosotros por ejemplo, informándote; o sea, tú eres universitario, supongo que tienes las técnicas suficientes para informarte de las cosas, hay muchas bibliotecas, mucha gente que me conoce; puedes por ejemplo empezar preguntando a Pepa nosecuantos Poquet y poco a poco te irás informando y a lo mejor llegarás a entender una cantidad de cosas, pero que no soy yo el que tiene que explicarlas”.
A estas alturas del texto ya me encuentro en condiciones de decir que pocas veces en mi vida he presenciado una intervención pública tan zafia (y el adjetivo es exacto) como la de este artista que, al parecer, no ha sido amado como él cree que debíó ser amado: “Yo tengo muchos trabajos que valen un dinero, aunque a lo mejor nadie los valore todavía, pero desde que yo me muera se van a revalorar” y “que se jodan” (los que no le aman). Las continuas provocaciones -escatológicas y sexuales- mostradas a lo largo de toda su intervención, no son, después de todo, más que una mala-malísima explicación de un producto artístico que merecería otro tipo de exegesis menos empobrecedora y burda.
El artista que dice, “cada uno que piense lo que le dé la gana, lo único que tenemos que hacer es aprender a respetarnos” es el mismo que pretende curar a la única persona no aduladora que se dirige a él. Así, para el artista omnicomprensivo, primero: la ignorancia que sobre él ostenta el ingenuo chaval debe curarse y además sólo podrá ser curada con la información acerca de él obtenida; y segundo: esa información sobre él adquirida le proporcionará la felicidad al chaval y a todos los que le rodean. Así, como vemos, una cosa es la imagen que un sujeto quiere dar (y respecto a esto puede decirse que los artistas son muy poco originales) y otra muy distinta quién se es después de todo.
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