Pocas propuestas expositivas me habían intrigado tanto como ésta que se celebraba en El Reina. Venía precedida de la típica controversia que habita el mundo del arte, la que divide al público experto en feligreses y escépticos. Nada nuevo, en este sentido. Pero, por otra parte, rara vez se había encontrado un soporte teórico justificativo tan verdaderamente interesante como el propuesto por su comisario, el inteligente Didi-Huberman. Las expectativas crecían en base al texto que el propio comisario había difundido como resumen de su tesis, y se derivaban de la asumida deuda metodológica hereda del maestro Warburg. Había que ir a Madrid a ver la exposición, Atlas, ¿cómo llevar el mundo a cuestas? Había que descubrir el punto de credibilidad conseguido por tamaña empresa. No ya de autenticidad, sino de simple credibilidad. La autenticidad le ha sido prácticamente vetada a un mundo, el del arte, que no puede ser sino la perfecta representación de la pura contrariedad.
La frase que más me atraía de su reclamo era, “Aquí no verán las bellas acuarelas de Paul Klee, sino su modesto herbario y las ideas gráficas o teóricas que brotaron de él; no verán los modernos “cuadrados” de Josef Albers, sino su álbum de fotografías realizado alrededor de la arquitectura precolombina; tampoco las inmensas pinturas de Robert Rauschenberg, sino una serie de fotografías que reúnen objetos tan modestos como heteróclitos; no verán las magníficas pinturas de Gerhad Richter; sino una selección de montajes realizados para su Atlas de larga duración; no verán los cubos minimalistas de Sol LeWitt, sino sus montajes fotográficos en las paredes de Nueva York. Antes que las pinturas (como resultado del trabajo) hemos preferido, esta vez, las mesas (como espacios operativos, superficies de juego o realización del trabajo mismo)”.
Y me atraía por el doble motivo que la enunciación propone, es decir, me atraía tanto por su reclamo negativo (lo que no íbamos a ver) como por el positivo (lo que sí íbamos a ver). Sólo habría que matizar una diferencia sustancial entre sus a-prioris y los míos, una diferencia que en el texto se encuentra instalada en las expectativas de lo que no íbamos a ver. Por decirlo de forma directa: a diferencia de Didi-Huberman yo, en el fondo, agradecía no ver las pinturitas de Albers o las pinturazas de Rauschenberg, o las “bellas” y “magníficas” pinturas de Klee y Richter, o los cubos de nadie. Así, a mí me intrigaba (e interesaba) la exposición por motivos parecidos a los de su autor, pero con un nivel de sentimentalismo mucho menor. A Didi-Huberman le interesaba el proceso creativo del genio creador de productos incuestionablemente sagrados; a mí me interesaba el proceso creativo sin necesidad de interesarme el producto que lo podría justificar. Tal era mi expectativa sobre la exposición: la de creer que podría incluso “convertirme”.
La conclusión es que cualquier panel de Warburg es mucho más intrigante y produce más conocimiento visual que toda la exposición del Reina. Quizá se deba al incontrovertible destino hacia el que toda exposición de tesis nos conduce: al arte como espectáculo. En verdad, la acumulación heteróclita de elementos resulta sumamente interesante pero las expectativas se esfuman en la misma pretenciosidad de una exposición que eleva el rango de unos objetos que nacieron con la sana intención de formar parte de un simple aprendizaje. De esta forma, lo que para Didi-Huberman es la prueba que demuestra y muestra la genialidad (del Arte), para mí es la prueba que nos muestra perfectamente el aprendizaje de la decepción de todo artista moderno. Y no es que no me parezcan “bellas” las acuarelas de Klee, sino que exijo que se contemple la posibilidad de que no me lo parezcan. Aún gustándome enormemente su particular y “modesto” herbario. Y aún no gustándome su herbario colgado en las paredes del Museo.
Es cierto, por otra parte, que la exposición puede servir para entender mejor la historia de la humanidad a través del estudio y análisis de su producción simbólica, pero sólo si ese estudio no se basa exclusivamente en la necesidad de confirmar una Historia (la del Arte Moderno) que no puede ser otra cosa que el producto de la Contingencia. Y de ahí la diferencia entre los previos de un feligrés y los míos: para el comisario va entrecomillada la palabra “cuadrados” cuando hace referencia a las pinturas de Albers; para mí es “modernos” la palabra que debió ir entrecomillada. Sin embargo no entrecomilla la palabra cubos cuando los adjetiva como minimalistas (Sol LeWitt), cuando yo sí lo habría hecho. Y todo sin olvidar que Didi-Huberman es uno de los filósofos que mejor ha analizado el minimalismo (ver su estupendo Lo que nos ve, lo que nos mira). Por lo que mi crítica no se encamina al discurso en sí mismo sino al discurso en tanto que artefacto necesario para justificar y legitimar el espectáculo.
Y, en efecto, el inevitable resultado de esta exposición se encuentra implícito en las propias palabras del autor/curador: “Antes que las pinturas (como resultado del trabajo) hemos preferido, esta vez, las mesas (como espacios operativos, superficies de juego o realización del trabajo mismo)”. Exacto: un juego, ése es el aspecto general de la exposición, por ¿”esta vez”? Un juego en el que, después de todo, hay mucho más material colgado en la pared que el depositado en mesas. Necesidades mandan; cosas del espectáculo. La autenticidad, repito, le ha sido prácticamente vetada a un mundo, el del arte, que no puede ser sino la perfecta representación de la pura contrariedad. Cuando es espectáculo. Siempre.
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