domingo, febrero 06, 2011

El cine: Godard y Scorsese

Deberíamos empezar por hacer distinciones terminológicas. Estamos demasiado acostumbrados a confundir género y estilo en el (mal) llamado séptimo arte. Cine de autor, cine experimental, cine independiente, cine no comercial… Por otra parte, siempre habrá una corte de honor para todos esos films de apariencia inclasificable. Posiblemente debido a esa influencia provenida del arte arte (que no es séptimo de nada). Desde que a los intelectuales europeos les dio un ataque de aburrimiento, los artistas tuvieron que crear obras que al menos resultaran difíciles, si no tanto de entender, sí al menos de aceptar. El Pensamiento Continental ama a Godard, mientras el Pensamiento Analítico ama a Ford, o a Truffaut. En cualquier caso, siempre tuvo mucho poder el Poder Intelectual que impuso un tipo de cine así como un tipo de literatura allá por los años sesenta y setenta.

De mis inicios como espectador de cine recuerdo perfectamente mis filias y mis fobias. Las que permanecen aun después de mis intentos de creer que nada de ellas tienen que ver con mis prejuicios. Si acaso, sólo, o casi sólo, con mi concepción estética de la vida. Así, podían gustarme ciertas películas “lentas” de Toni Richardson y aburrirme soberanamente con los guiones de algunas de Antonioni (Il desserto rosso). Podía gustarme el Bergman más onírico y metafórico de La hora del lobo y al mismo tiempo considerar vulgar el Bergman realista de La carcoma. Podían gustarme los silencios ensordecedores de Alain Tanner y hastiarme los diálogos estultos de Rohmer. Podía sin embargo gustarme La aventura de Antonioni y todo el pensamiento de Rohmer (cuyos libros de cine y música son magníficos), y despreciar todo Godard al completo. Podía gustar enormemente de algún Fellini con independencia de la extraña irregularidad del director. Herzog: dos películas y las dos lo mismo. Wajda: cansino y sin superar la prueba del paso del tiempo. Wenders: algo de lo mismo aún siendo un director con habilidad narrativa en lo que respecta a encuadres y escenografía (El amigo americano). Blow up (Antonioni), extraordinaria. El rayo verde (Rohmer), para matarla. If o Un hombre con suerte (Lindsay Anderson), inquietantes. Roma (Fellini), desbordante. Vivamente el domingo (Truffaut), magnífico divertimento, aunque tardío; Los 400 golpes, fantástica; La habitación verde (Truffaut), estupenda “novela” trágica. La mujer del aviador (Rohmer), para no volverla a ver nunca. Pierrot le fou, rancia, lo siento. Me sucede con algunas películas lo que con tantos autores ensayistas de entonces que escribían bajo las pautas de un estructuralismo marxista insoportable. Sigo: El verdugo (Berlanga), insuperable, como Mujeres peligrosas (Luigi Comencini). El accidente (Losey), turbadora como casi todas sus películas más personales. Renais: para ver sus films con un whisky en la mano siempre. Louis Malle, siempre sobrio. Como el primer Chabrol.

Desde que a los intelectuales europeos les dio un ataque de aburrimiento, los artistas tuvieron que crear obras que al menos resultaran difíciles, si no tanto de entender, sí al menos aceptar. Si no lo hacían, los intelectuales afilarían sus uñas y desde el partido machacarían a todo aquel que hiciera comedias o fuera eminentemente figurativo. Han pasado más de 30 años y así, AÚN, Godard. En su última película el cineasta intelectual nos brinda una sucesión de imágenes en las que hay niños que hablan como filósofos, filósofos que hablan como niños, falsa entrevistas, cortes abruptos innecesarios, sonido distorsionado, monólogos ininteligibles, fragmentos de documentales, fragmentos de otras películas, secuencias intrascendentes tomadas de internet, famosos que aparecen sin conferir sentido a su aparición, frases tan ambiciosas como ampulosas, planos efectistas que no vienen a cuento en un director radical, planos feos que remiten demasiado a la mente creativa del autor, secuencias cortas que podrían ser largas, secuencias que se hacen largas debido a su aspecto postizo, etc. etc. ¿Pensará Godard en su aislamiento medio suizo que aún vivimos en los años setenta y sin Internet?, ¿podría ser esta una disculpa aceptable respecto a su incalificable producto? ¿Pensará aún que el significante (“libre”) se encuentra muy por encima de toda (vana) pretensión de significado? Estamos ante Film solialisme, la última película de Godard.

En cualquier caso, y por volver al inicio, ¿es la inclasificabilidad garantía de excelencia? Viendo la película de Godard yo diría que no, pero una vez más los intelectuales del hoy parecen pensar igual que el cineasta. Porque sólo atendiendo a la similitud de pensamiento (entre crítico y autor) puede entenderse que una película estrictamente rancia guste tanto a los exquisitos de Cahiers du cinema, que le dan casi máxima puntuación y la sitúan como una de las mejores películas de los últimos tiempos. O por decirlo de otra forma: vuelve a imperar el elogio ante la zozobra que al parecer provoca toda inclasificabilidad, especialmente si proviene de un gurú. El experimentalismo sigue teniendo su predicamento en los ideólogos. Y como contrapartida, el cine eminentemente figurativo es mirado con cierta sospecha y precaución. Como hemos visto ante la última película de Scorsese.

En una entrevista Godard reconoce de forma explícita su interés por hacer un cine distinto, que no sea igual “a cualquier otra película que se hace en Francia”. Y ante la pregunta, “¿De qué manera trabaja para que todo encaje?”, responde sin dudar: “No hay reglas. Tiene que ver con la poesía y la pintura, y con las matemáticas. Con la geometría antigua sobre todo”. Exacto, ése es el ímpetu típico del creador plástico: despreciar las reglas para hacer lo que él llamará poesía. Y mezclar el discurso con unas pizcas de excentricidad. Si el cine se puede caracterizar por algo que le diferencia del arte arte (plástico, videocreativo…) es precisamente por eso: por la existencia de unas reglas que dirigen una creatividad servil. Y ahí radica precisamente su grandeza. El experimentalismo es en este sentido no puede sino ser un “simple” medio, no un fin en sí mismo, si lo que se pretende es hacer cine, y no una videocreación, un artefacto de video-arte. De ahí que terminen por interesarme tan poco todas aquellas películas que confunden tan elementales términos. Godard quiere ser un artista del arte arte y no del (mal) llamado séptimo arte. Quiere estar en un Museo y lo acabará consiguiendo aun cuando asegure (y no tengo para dudar de su sinceridad) que la posteridad no le preocupa en absoluto.

En cualquier caso la crítica está con él, con el maestro, con el maestro que no sufre por la posteridad. Está con él: “Film socialisme es una declaración política, una meditación sobre la crisis, un collage sobre el reciclaje audiovisual…” (Carlos Reviriego). Y la mitificación: “Desde su lejanía y aislamiento Godard ha dejado de contemplar el Reino de la Posmodernidad que un día fue suyo y rumia el cine de nuestro tiempo como un rey sabio y olvidado, desterrado en la soledad de su castillo. Su patria es el Cine”. En fin, qué puede decirse después de este elogio que suena tanto a mezcla de nostalgia e ideología rancia. Cuando se habla de “gran belleza estética” tengo que cerrar la revista. Ni el mismísimo Godard habría aceptado tal tontería.

Y por otra parte Scorsese, es autor que, como Godard, ha realizado interesantes análisis cinematográficos que podrían constituir por sí mismos unas excelentes Historia(s) del cine. Scorsese, con su barroca y abrumadora Shutter Island, nos ha ofrecido una película que ha sido aceptada, por la crítica especializada, con la típica precaución de quien sólo explota en elogios ante lo mínimal, lo complejo ininteligible, lo difícil, lo de autor, lo no comercial. Para hablar bien de ella han tenido que recurrir al elogio honorífico del conjunto histórico de su producción, y no al elogio concreto de una película que, por otra parte, usa los mismos mecanismos retóricos respecto al significado último de la trama. Porque, en efecto, tanto una como la otra muestran lo que no es más que una metáfora perpetua de lo que sería una primera y rápida lectura. En ambas el asunto resulta ser más importante que el tema. Sólo que en Shutter Island la narración es inteligible y responde a una historia, que si bien es compleja, no deja de ser “novelesca”. Y no se trata tanto de desprestigiar el experimentalismo o la falta de trama (aspectos que pueden dar lugar a obras interesantes) como de desprestigiar la megalomanía pretenciosa que utiliza una forma narrativa obsoleta y torpe. En este sentido, puedo decir que me ha fascinado la última película de Pere Portabella, autor emblemático de cine de autor, experimental y no comercial: El silencio antes de Bach, película sin trama ortodoxa y estructurada de forma fragmentaria y nada comercial. Similar en algunas cosas (?) pero con un resultado absolutamente distinto en cuanto a la calidad creativa.

Tampoco se trata de cuestionar la falta de compresibilidad. De hecho, otras dos películas estrenadas en este año, Copia Certificada (Kiarostami) y Uncle Bonmee (Weerasethakul), han sido confeccionadas a partir de secuencias relativamente inconexas y cuyo sentido último tiene que ser construido por el espectador. Las dos, excelentes.



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