Si tuviera que simplificar lo que mi visión percibe en estos momentos diría que veo una superficie quebrada grande y verde, unos árboles enormes mecidos por el viento y varias colinas veladas por una fina niebla que se extiende hasta perder la sensación de profundidad. Me encuentro en un caserío del norte de España y ésta es la visión que aparece ante mi vista casi todos los días. ¿Cómo podría yo definir mi percepción ante un interlocutor que no se encontrara conmigo? ¿Qué adjetivos serían los más apropiados para que el interlocutor se hiciera una idea cabal de MI percepción? Sólo hay una respuesta inteligente y tendría por fuerza que expresarse con otra interrogación: ¿Qué es lo que tengo que imaginar, Alberto, una vista o tu percepción de esa vista? “En toda percepción se refleja un pensamiento”, decía Wittgenstein.
Y, en efecto, nada tiene que ver lo que yo veo, que es objetivamente descriptible, con lo que yo percibo, que es vagamente expresable y difícilmente comunicable. Si quisiera que mi interlocutor se hiciera una idea cabal de lo que aparece ante mis ojos no tendría más que elaborar una descripción lo más objetiva posible. Si yo quisiera que mi interlocutor supiera de la realidad de mi percepción tendría que mentirle. Es decir, tendría que inventarme una descripción que no fuera estrictamente naturalista. Si calificara el paisaje de bello todo el mundo creería entenderme, pero en realidad no sabría nada acerca de mi percepción. Si lo calificara de sublime estaría siendo mucho más certero respecto a mi percepción y sin embargo pocos me entenderían. Sobre todo si tenemos en cuenta que el paisaje descrito nada tiene que ver con los parámetros que históricamente definen al paisaje que provoca la percepción de lo sublime. Más bien al contrario.
Lo sublime en el paisaje siempre se ha asociado a la mezcla de placer y terror, a la incertidumbre, al miedo, a lo inquietante, a lo inconmensurable, a lo desmesurado, a lo agónico, en definitiva. Y por eso ha estado siempre asociado a los acantilados, los maremotos, los desiertos, las altas cumbres, los volcanes. En cambio siempre se ha asociado la belleza a la serenidad, las proporciones y al equilibrio propios del paisaje, del paisaje bucólico. Se trata de una idea que viene de lejos. Kant la apuntó y Burke la remató. Desde entonces, la Naturaleza desaparece para dar paso al paisaje, es decir, al Arte. No hay posibilidad de percibir la naturaleza si no es a través de unos “ojos culturales”.
Dos siglos configurados humanísticamente a través del Arte (y la Técnica) han constituido nuestra manera de ver. Mi visión es por tanto cultural en la medida en que soy incapaz de ver la naturaleza; sólo puedo ver “cuadros”. Sin embargo la confusión producida por la terminología complica la comunicación. Sobre todo en la era del Fin del Arte, donde los posibles futuros se han convertido en posibles pasados. Ahora, hay tantas definiciones de belleza como individuos. Desde que la idea de futuro ha dejado de interesar es el pasado lo que cobra importancia. El pasado, claro, entendido desde la perspectiva relativista. Así, los futuros posibles han pasado su testigo a los posibles pasados. Bello es lo que cada sujeto cree que es bello.
Siendo cierto que la percepción de la naturaleza ya no puede ser “natural”, puedo afirmar que para mí lo sublime no se encuentra tanto en lo inconmensurable cuanto en aquello que nos hace sentir la pequeñez y la insensatez del ser humano. Así pues, con absoluta independencia de la grandiosidad y magnificencia de lo observado. En este sentido la observación de un hormiguero puede conectarme con lo sublime de forma más directa que los acantilados de Zumaia de los que tan cerca me encuentro. Incluso tiene más sentido que lo haga, pues ya nada vinculado al Arte tiene capacidad para generar tales sentimientos, habida cuenta del estado cadavérico en el que se encuentra. El Arte ya sólo tiene una función puramente funcionarial. El Infinito y la Nada ya no pueden citarse en una Obra de Arte.
Si sublime fuera trascender la mediocridad, si sublime fuera liberarse de la corrupción de la vida política y soportar el dolor de la propia existencia incluyéndola en la armonía del cosmos; si eso fuera lo sublime yo diría que mi percepción de la campiña me vincula a la experiencia de lo sublime. Y es que el Arte nada tiene que ver ya con la Experiencia, con la Vida. Sublime es, en efecto, un paisaje de John Martin (un sublime de juguete, claro) y no un paisaje de Poussin. Sin embargo, y para ser conscientes de las distancias que separan al Arte de la Vida, puedo afirmar que para mí es bello un paisaje que pudiera calificarse de martiniano y sublime un paisaje que pudiera calificarse de poussiniano.
De todas formas ¡qué más da lo que pueda o no responder mejor a la realidad si después de todo la gente (que es al fin y al cabo quien configura esa realidad) cree que lo sublime se da en los deportes de riesgo y además confunde voluntariamente lo bello con lo pintoresco! Hace unos días nuestra Tita Cervera declaraba que ella se había sacrificado por el Arte porque era una amante de la belleza. Y es muy probable que la inmensa mayoría de la gente que la escuchó se emocionara ante tal concentración de sentimiento noble. Gente, claro, que ignora, aún, que desde hace 200 años el Arte nada tiene que ver con la belleza. Y mucho con la mercancía.
miércoles, abril 27, 2011
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