lunes, septiembre 19, 2011

Olor a muerte

Podría empezar este post diciendo que me he pasado toda la noche soñando con mi padre. Hablaba con él como si aún existiera. La conversación era agria y su actitud respondía a la que fue su actitud en vida. Una conversación que no tenía visos de llegar a ningún sitio. Su mirada decía lo contrario de lo que expresaban sus palabras. Una mirada triste que me desasosegaba hasta el punto de que mi cuerpo ha necesitado despertarse dos veces. De hecho, cada vez que me he despertado me he levantado con la esperanza de perder el sueño y de poder intercambiarlo por otro menos destructivo. Pero nada, mi padre venía a mí una y otra vez con esa mirada mezcla de solicitud y tristeza, la tristeza con la que me miró en su último suspiro. Cuando esto escribo ya no hay recuerdo de detalle alguno de la ensoñación, pero aún siento la presencia angustiante de su mirada amarilla.

Pude haber comenzado este post diciendo que, como siempre, me he levantado a las seis de la mañana para ir a desayunar al bar donde lo hago todos los días. Un bar pintoresco al que jamás entraría de encontrármelo en una ciudad desconocida; un bar situado en una zona donde no hay otro; un bar en el que el aún hay una letrina en vez de un banco; un bar en donde no aparecemos más de 5 personas entre las seis y media y las nueve, hora en la que lo abandono; un bar, en donde, hasta hace poco, había un individuo que siempre se encontraba apostado en la misma esquina y sobre la misma banqueta. Hasta hace poco: hasta que, de repente, se murió el individuo. Así, de un día para otro. Como lo hizo mi padre.

Hubiera comenzado como hubiera comenzado este post, el caso que estaba yo hoy en el bar de buena mañana, como todos los días. Con un libro y un lápiz, como siempre. Leyendo esta vez acerca de la diferencia entre ilusión e ilusionismo. En la mesa del fondo, lejos de la entrada por la que entra el panadero todos los días a las siete y media. Con el café descafeinado que el médico me permite tomar. Allí estaba yo esta mañana, como todas las mañanas del mundo. Y como aún no es invierno, junto a la ventana. Pues bien, ha bastado un “descuido” para que, por esa ventana que me refresca a diario el cogote, entrara el olor de la colonia que usaba mi padre. Ha entrado justo en el momento en el que intentaba comprender la diferencia entre lo que es universal y lo que es una práctica cultural. El olor que ha entrado con violencia ha inundado el bar anulando a todas las tortillas y a todo el embutido. Tal era su potencia. Ha entrado a saco y se ha incrustado en mi cuerpo.

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