lunes, noviembre 16, 2015

La Guerra está perdida

Hay que estar al menos dos horas antes por lo que pueda pasar, dicen, así que con ese margen de tiempo llego yo al aeropuerto. Aunque he tenido que salir de casa hora y media antes porque no sé muy bien cómo funciona el metro de mi ciudad y no he querido jugármela. Así, tres horas y media antes de la hora de partida prevista.

Cuando llego a ese mal llamado -por los intelectuales cursis- “no lugar” ya desespero un poco en la cola donde suministran la tarjeta de embarque, pero nada que ver con la desesperación que me produce la inmensa cola que tengo que padecer antes de pasar semidesnudo (sin reloj, ni teléfono, ni cartera, ni cinturón, ni zapatos, ni dignidad) por el arco de triunfo, ese arco que separa el mundo terrenal del mundo celeste.

Subo al avión en donde supuestamente tengo que pasar tres horas y media. Me siento en una especie de silla donde quedo encajado por las lumbares y las rodillas, que quedan ipso-facto inmovilizadas. Haciendo una pequeña contorsión logro desplegar una revista que me veo obligado a leer en perspectiva pues no consigo de otra forma la distancia focal necesaria para hacerlo correctamente. Afortunadamente llevo conmigo un libro de pequeñas dimensiones que sí puedo leer de forma más o menos confortable, pero sin poder variar la posición de mi cuerpo durante las tres horas y media que dura el vuelo -salvo la leve distensión muscular que me proporciona una visita al excusado.

El pasajero de mi izquierda se toma con calma un zumo de tomate que bebe a ruidosos pequeños tragos. El de mi derecha no para de dar saltos en una moto virtual que lleva en su teléfono, y su novia se pasa todo el viaje recibiendo y mandando mensajes moviendo compulsivamente sus veloces pulgares. Lo llamarán casualidad, pero tanto de detrás de mí como delante tengo dos bebés de 8 y 9 meses. ¿Que cómo lo sé? Porque se lo han preguntado a ambas madres 5 o 6 veces durante el trayecto. El de atrás me cose todo el viaje a patadas y el de alante sólo duerme si le accionas una especie de carraca. Dos filas más allá hay otro al que nada parece consolarle. Nadie en todo el avión lee un libro, me lo han permitido comprobar mis necesidades biológicas.

Sé que me lo voy a pasar muy bien en destino, pero también sé que la Guerra está perdida.

Addenda. Una vez más no voy a recomendar el libro que me ha dado tiempo de leer íntegramente durante el trayecto, entre otras cosas porque me exigiría dar muchas explicaciones. Lo que sí me gustaría es transcribir un estupendo párrafo entre los muchos que contiene: “La felicidad radica en sentir que lo que se hace tiene un significado eterno, pero, incapaz de traspasar el ámbito de lo instantáneo, la mentalidad moderna lo degrada en diversión o placer, adulteración especiosa de la alegría que, pasada por el rodillo de la inmediatez, se convierte en valor social y objetivo vital”. También el libro contiene una maravillosa cita que viene firmada por Frithjof Schuon: “Entre la mujer y el hombre existe, en el aspecto espiritual, superioridad recíproca. En el amor cada uno asume respecto del otro una función divina”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo ya saqué la bandera blanca hace tiempo.
Jaime Semprún en su libro sobre la neolengua da el parte de guerra ,lo que se ha ganado y lo que se ha perdido:
la extensión que doy al término neolengua, que empleo para designar la lengua que nace hoy espontáneamente del suelo convulsionado de la sociedad moderna, corresponde a la que han alcanzado en nuestras vidas las exigencias del "medio industrial" y de sus tecnologías.
A la transformación radical y universal de la vida por las nuevas tecnologías corresponde necesariamente una lengua universal y enteramente original. A la normalización tecnocientífica y la igualación de la experiencia le sigue una depuración de la lengua que se ve descargada de la tarea de expresar sentimientos que ya no experimentamos y nociones que ya no concebimos. La neolengua se constituye entonces en la lengua natural de un mundo cada día más artificial.