jueves, mayo 09, 2019

Del goce (del) estúpido

La inteligencia emerge siempre con sus límites, no hay otra. Esa es precisamente la esencia de la cualidad allá donde ésta se manifiesta: la autoconsciencia de los límites. Así, la inteligencia, la verdadera inteligencia, se manifiesta -cuando lo hace a través su actor, el sujeto inteligente- asumiendo siempre sus propios límites, los que se encuentran inevitablemente vinculados a la duda y por tanto a la humildad. Imposible por tanto el sujeto inteligente pleno. Eso es ser humano: un ser carente desde su propia consciencia; un ser consciente de su propia carencia. Conocer su magna ignorancia es la condición sine qua non del sujeto inteligente.

También la maldad emerge siempre con sus propios y particulares limites, esos límites que colaboran en la supervivencia del ser humano. Si la maldad no poseyera sus propios límites la humanidad desaparecería de un día para otro. Así, la maldad se expresa -cuando lo hace desde su actor, el sujeto malvado- asumiendo sus propios límites, los que le impiden llegar demasiado lejos en su acción. El malvado asume sus limitaciones le guste o no. No le queda otra.

Tanto los inteligentes como los malvados se encuentran, pues, definidos por los límites, pero si en los primeros son utilizados por sus actores como potencia, en los segundos emergen sólo como impotencia, pues su maldad no podrá ser suprema debido sólo a la imposición de una realidad ajena a ellos, una realidad que se impone inevitablemente... con sus límites. La maldad suprema sólo podría darse ante la posibilidad de que un sujeto pudiera eliminar a la humanidad entera con una sola acción.

Inducción Vs. Deducción

Y por otra parte se encontraría la estupidez, que carecería de límites a la hora de definirse en funcion de las acciones de sus autores, los estúpidos, los idiotas. De tal forma que la estupidez es, cuando se manifiesta -a través de sus actores, los idiotas-, desmedida, ubicua, infinita. Y por ello tiene un poder sobrecogedor. Es decir, cuando se produce la maldad sus efectos son mesurables y tenderán a la difusión; cuando se da la inteligencia los efectos que produce sobre la humanidad pueden medirse, y afectarán a un círculo que en principio será pequeño pero que tenderá lentamente a su arborescencia fractal. Pero cuando un idiota actúa lo hace afectando inevitablemente a toda la humanidad... de golpe. La velocidad con la que se transmiten los efectos de la actividad de un idiota -que siempre lo es a tiempo total- es espantosamente vertiginosa, tanto como los efectos de esa otra Ley que hablaba de tormentas en China provocadas por el aleteo de una mariposa en Dakota. A la estupidez se la soplan las grandes distancias, los muros de hormigón y las concertinas afiladas. De ahí su peligrosidad. O mejor, de ahí el actual estado de las cosas, que por cierto es el mismo de siempre pero con más gente girando sobre su núcleo (de gilipollez) y a mucha más velocidad.

Para saber detectar la presencia de las 3 cualidades citadas y por tanto a los actores que las representan -el inteligente, el malvado y el idiota- usaremos el asunto del Saber, entre otras cosas para poder devolver a este concepto su verdadero valor. ¿Verdadero?, ¿valor?, podrían preguntarse muchos con aire sarcástico. Lo dejaremos ahí de momento: poniendo entre interrogantes esos otros conceptos que nos han servido para justificar -la pertinencia- el Saber como criterio de juicio y distinción. Y también usaremos el asunto del Saber porque sobreentendemos que la Bondad es incompatible con la estupidez. Y que sin embargo es intrínseca a la inteligencia.

Sólo un ser humano puede saber que no sabe nada (“sólo sé que no sé nada”); de ahí precisamente proviene el Saber, de ahí surge su desarrollo y la evolución, que sin duda la hay. El Saber sólo puede expresarse a través del lenguaje y por tanto el lenguaje determina el Saber, tanto el Saber supraindividual como el de cada sujeto en particular. Sólo un idiota restaría importancia al Saber, y sólo un idiota despreciaría la importancia del lenguaje respecto a su (relación con el) Saber puesto que es él y sólo el quien lo determina. Así pues, es en el uso del lenguaje donde se encuentra la clave para distinguir la cualidad que posee el otro. Lo que en principio nos daría tiempo, en la interacción con un desconocido, a reaccionar, ya sea para ampliar nuestro Saber, con el inteligente, o para protegernos de los malvados con cierta garantía, y de los idiotas, con mucha menos.

Los idiotas se caracterizan entre otras muchas cosas por confundir el tener ideas con la necesidad de representar esas ideas. La primera opción, la de tener ideas, surge del aprendizaje y el conocimiento adquirido a través del esfuerzo y la disciplina; sin embargo la segunda, la de la necesidad de representar esas ideas, surge de un hábito adquirido que se encuentra fundamentado en una mezcla de miedo e ignorancia. El miedo a ser rechazado socialmente cuando las ideas que el idiota dice representar no coinciden con el Pensamiento Único que de forma tan abrumadora como incuestionable gobierna en Medios y Universidades; miedo pues a que colegas, amigos e instituciones (el Estado en apogeo asumido por los ciudadanos en conjunto solidario) lo marginen, que lo marginarán si disiente. Y la ignorancia que permite hablar a un idiota sin conocer el significado de los conceptos que ha integrado en su léxico cotidiano; la ignorancia que incapacita a los idiotas a poder definir conceptos elementales de uso cotidiano (como amor, sexo, naturaleza, cultura...). Así, los idiotas no pueden ser más que papagallos que dicen lo que deben sin saber de lo que hablan. Los idiotas contienen sólo un saber inductivo porque carecen de las herramientas necesarias para deducir por cuenta propia a partir del Saber en tanto que legado (ese cuyos efectos se miden comparando civilizaciones actuales).

Karma y mantras

Los idiotas son precisamente quienes aprovechando la coyuntura intelectual de los últimos 40 años (Focault y Derrida a la cabeza del pelotón) han aprendido a renegar de conceptos como verdad, verdadero, valor, bueno, normalidad, etc., creyendo que eso les libra de tener algo que aprender, además de permitirles estar a la altura de un sabio. Se vive mejor pensando que todas las opiniones valen lo mismo. Si quieren pueden ustedes hacer la prueba con el concepto Feminismo. Comprobarán que si se atreven a reivindicar argumentalmente su No Feminismo (tal y como se entiende el concepto ahora por imposición de los lobbies y no a partir de su definición en la RAE) en público encontrarán una inmensa cantidad de gente (más de la que creemos) que estará dispuesta a insultarle primero y a contestarle después con argumentos perfectamente standarizados por un buenismo idiota, el que sólo se expresa por inducción, por mímesis. El lenguaje sin pensamiento es el signo del idiota. Mucho karma y demasiados mantras. Y lo peor de los idiotas no es que digan estupideces (todos las decimos en algún momento) sino que las digan desde una incuestionable superioridad moral.

Habrá quien no haya entendido por qué, más allá de la cuestión de los límites, la estupidez viaja tan rápida (velocidad de la luz; que por eso que es ubicua, infinita) y la inteligencia y la maldad sin embargo se demoran más en sus efectos. Pues bien, sólo hay una explicación y se encuentra exclusivamente ligada a la cantidad. Hay muchos más idiotas de los que a simple vista parece. Muchísimos más. De hecho el superlativo resulta insuficiente. Antes no era mesurable el número de idiotas, sólo existían ciertas sospechas que los bienpensantes siempre rechazaban por clasistas, elitistas... ya sabe, pero ahora, y gracias a internet, somos todos testigos de la ingente cantidad de idiotas que hay en todas partes. El problema es que en ese “todos”(testigos) no puedo dejar de incluir a esos idiotas que no saben que lo son. En cualquier caso, todo se resuelve en una conversación: en el lenguaje está la clave, en el Saber en tanto que legado. 

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