jueves, enero 18, 2007

Ataque de risa

Me pasó estando solo en un hotel de provincias. Y fue una de las pocas veces que tal cosa me ha pasado en la vida: me dio un ataque de risa. No podía parar de reírme. No pude controlarme. Quizás no supe. Las otras veces en las que me pasó me pasó en compañía de alguien, por lo que el recuerdo es menos intenso. Aunque recuerdo que tampoco pude controlarme.

No se trata de reírse mucho y prolongado; se trata de experimentar un incontrol que se manifiesta en forma de risa. Allí estaba yo en aquella habitación de hotel, de pie encima de la cama, sin apenas oxígeno, apoyado contra la pared del cabezal de la cama y con unos estertores preocupantes. Si llega a haber colgado un crucifijo (por ejemplo) encima del cabezal me habría destrozado las mejillas. Las lágrimas mojaron la almohada.

Flash Back. Me encontraba en Madrid, como unos dos meses antes. Por medio de un amigo gaditano, se puso en contacto conmigo una mujer rusa que quería enseñarme unas fotografías para que le diera alguna opinión respecto a ellas. Hablamos por teléfono y quedamos en su casa.

Cuando llego, la primera sorpresa con la que me encuentro se localiza en la propia mujer que me espera en el rellano; es de una belleza extraordinaria. La segunda, el espacio que habita: todo el último piso de una finca moderna y enorme. Una vivienda de unas dimensiones espectaculares, con unos espacios infinitos y diáfanos, con unas vistas inmejorables (para quien no padezca de agorofobia) en todo el perímetro. Y con un jacuzzi volando lateralmente, y literalmente, sobre el abismo. Y una pantalla de no sé cuántas pulgadas con unos bafles monstruosos. En fin... you know.

Pasamos a ver sus fotografías y otra cosa me llama la atención, si bien ya no me sorprende por lo habitual del asunto: quiere enseñarme fotografías pero NO tiene fotografías. Es decir, las tiene, pero sólo en su ordenador. No tiene nada positivado en papel, por lo que debemos sentarnos delante de la pantalla y verlas... con esa luz que la pantalla despide. Con esta luz.

Las fotografías no me parecen nada especiales pero detecto en su quehacer una habilidad que hábilmente potenciada podría dar algo de sí. Y ésta no es más que mi particular opinión (algo sobre lo que insisto cuando expreso mi opinión ante el interfecto que me la demanda). O por decirlo de otra forma: las fotos eran correctas y denotaban cierta saber fotográfico pero les faltaban eso que precisamente las habría hecho mejores y por tanto superiores a la mera corrección.

Como no podía ser de otra forma, y hablando hablando, me dice que en realidad tiene otras fotos que pueden parecerme más interesantes. Me lo dice con cierta reticencia y mirándome a la cara directamente, como dudando. Ante la inexpresividad que demuestro respecto a sus dudas decide abrir el archivo donde se encontraban almacenadas esas misteriosas fotos. Y bueno, pues eso: fotos de ella masturbándose y tomadas incluso desde ángulos imposibles (excuso descripción alguna). Me cuenta que cuando está sola le gusta conciliar dos de sus aficiones y que por eso el resultado le parece más auténtico. En efecto: el resultado es auténtico. Tanto que debo disimular ante tanta autenticidad, y silbar.


Después de la visualización y los respectivos comentarios nos ponemos a hablar y se nos pasa el tiempo volando, por lo que me pregunta si me quiero quedar a comer; me dice que su marido (o mejor, su chico) está apunto de llegar y quiere que lo conozca. Me cuenta, grosso modo, que es una eminencia de la psiquiatría. Me lo creo porque, o es eso, o se dedica la tráfico de armas ya que yo nunca había visto una pantalla de televisión tan grande. La comida la tiene precocinada, por lo que me insta a esperar mientras ella termina de prepararlo todo. De esa parte solo recuerdo las braguitas que asomaban por encima del pantalón. Lo siento.

Tras unos minutos llega el chico, su chico: alto y atractivo. Se presenta, nos intercambiamos los códigos de rigor y nos disponemos raudos a comer, pues él tiene mucho trabajo y debe salir volando. Instigado por mí, el hombre se pasa toda la comida hablando de sí mismo. Y en efecto, por lo visto se trata de un psiquiatra famoso y muy requerido desde diversos ámbitos. Me habla del libro que está escribiendo (y de los que ya ha escrito) y me cuenta algunos de sus inmediatos proyectos. Todo, eso sí, con un tono elegante de superioridad. Una superioridad que queda elegante ante el evidente lujo en el que vive. Una superioridad que también es elegante en las formas, a pesar de todo.

Él se va y tras unos instantes yo también.

Da capo. Mi amigo me había invitado a su casa, pero me llevó al hotel diciéndome casi textualmente : “me hubiera gustado que vinieras a mi casa y antes no te he dicho nada porque pensé que mejor era esperar a que llegaras. Tú vienes a mi ciudad y yo te llevo a un hotel que es como si fuera mi casa; no te debes preocupar por nada y además está todo pagado. Me hubiera gustado que vinieras a mi casa, pero la verdad es que tengo un perro muy peligroso. Bueno, la verdad verdadera es que si vienes a dormir a casa podría darse que el perro rascara y rascara la puerta hasta entrar y luego te matara, así que por eso he preferido que vengas a este hotel y te encuentres como en mi casa en la medida de lo posible".

Así que allí estaba yo, en la habitación de aquel hotel de provincias haciendo zaping y habiéndome escapado de una muerte segura. Con desgana voy cambiando canales... hasta que uno de ellos capta mi atención de forma inmediata. En uno de esos programas (cutres) de provincias que tienen todas las provincias se encontraba, tal que en una especie de coloquio, él, el chico de la rusa, el psicólogo eminente. Además de él, se encontraban en dicho programa otros dos invitados aparte del moderador: un psicólogo, y un psicoanalista. Casualidades de la vida, porque desde entonces nada he vuelto a saber de él. Y cuando conecté el canal se encontraban en las presentaciones.

Se trataba de que dieran su opinión profesional ante ciertas conductas delictivas, por lo que cada profesional daba la suya desde el punto de vista de la disciplina que representaba. Primero habló él y estuvo correcto; menos prepotente que en su casa y ante su mujer, pero sobrio y correcto. Después le tocó el turno al psicólogo y tres cuartas partes de lo mismo.

Y entonces sucedió. Parecería imposible si no fuera porque sucedió exactamente como lo hizo. Parecería cómico si no fuera porque, de haber querido ser cómico, no habría tenido ninguna gracia. Cuando el psicoanalista es instado por el moderador a definir su “disciplina”, éste comienza el discurso aparentando normalidad: “el psicoanálisis es una ciencia que... (entonces tiene un pequeño lapsus y estira el silencio)... que utiliza la palabra con usos retroactivos y con fines terapéuticos... (vuelve a tener otro lapsus y parece ponerse nervioso)... que entiende el lenguaje y el habla como un método a través del cual... (se vuelve a quedar como en blanco. El silencio crece de forma monstruosa, la cámara no deja de enfocarle en primer plano, intenta continuar pero no puede, quiere definir su disciplina pero no se acuerda)... me he perdido”.

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