El primer gran problema con el que nos encontramos a la hora de enfrentarnos al Arte es que no conocemos definición alguna que logre abarcar todo lo que con el mismo término se pretende abarcar. Conocemos, eso sí, eso que nos es presentado como tal. Aquello que lo representa.
No hay pues posible definición evaluativa que pueda ser válida, lo que, en cualquier caso, no ha impedido que existan disciplinas como la Filosofía del Arte y la Estética (o la misma Teoría del Arte) en las que surgen constantemente nuevos planteamientos teóricos acerca de ese término que no saben definir. Muy probablemente porque no pueda definirse. Ni ha impedido que siga existiendo esa otra disciplina, la Crítica del Arte, que a través del verbo se hace cargo del producto mismo de esa productiva indefinición. Ni ha impedido que por todo ello se multipliquen de forma inusitada todo tipo de textos –no necesariamente teóricos- que se publican regularmente en revistas especializadas -o no-, suplementos culturales, catálogos y libros que hablan de él, del Arte, con una complaciente y apabullante convicción. Ni ha impedido, sobre todo, que nos encontremos paulatinamente con más y más objetos que se nos presentan y muestran en su nombre, el del Arte. Objetos que representan con asertividad lo que no puede definirse. Objetos que además se presentan, indefectiblemente, con la obscenidad típica del que exige ser reconocido en su estatus.
Quizá, y esto no sería más que una conjetura, toda esa proliferación de teorías y productos se deba a los efectos de una mala muerte; o mejor: a los efectos de las malas representaciones que de la muerte vienen ofreciéndose desde el Arte... en nombre del Arte. Porque, naturalmente, no hay muerte del Arte que pueda venir, siquiera vaticinada, allende sus propias fronteras. Es el Arte y sólo el Arte quien, sea lo que sea, tiene la potestad de anunciar su propia muerte y además proclamarla... aun haciéndolo con el único, y a la postre irremediable fin, de demostrar su ineptitud (en cuanto a formas de morir realmente se refiere).
En poco más de 200 años han sido varias las fechas de defunción del Arte, todas ellas demostradas y documentadas, de ahí que de alguna forma las podamos re-conocer. La primera de ellas se produjo, paradójicamente, con el mismo nacimiento del Arte, ante la interpretación de los discursos filosóficos que propiciaron ese Arte tal y como ahora aún lo entendemos. La última, nos llega descrita a través de un prestigioso e influyente filósofo americano cuyo discurso se basa, lógicamente, en aquellos discursos filosóficos que propiciaron el Arte tal y como ahora aún lo entendemos.
Así, el Arte es una de las pocas cosas, si no la única, que se ha podido permitir el lujo de morir varias veces. Siempre con los mismos móviles, siempre con las mismas cuartadas, siempre con los mismos cómplices. Y dados los excelentes resultados de las experiencias, se trata de muertes de las que nadie parece apenarse: conforme la muerte se encontraba mejor contrastada, cosa que sucede siempre con la última de ellas, la cantidad de objetos artísticos crecía desproporcionadamente en función de alguna misteriosa causa. Y las Teorías que los justificaban, además de multiplicarse, podían incluso contradecirse unas a otras. Lo que resultaba perfecto para los posteriores beneficios empresariales que podrían desarrollarse en torno al “cadáver”.
El Arte pues no existe... una vez más. Pero, claro, que no existe de la misma manera que no existía después de las anteriores muertes anunciadas y probadas; esto es: que no existe, en cursiva: que no existe a pesar de que su producto, así como sus teorías, no hacen más que multiplicarse desaforadamente. Una inexistencia, por tanto, tan inexplicable como productiva y rentable. Una inexistencia imaginada. Y de ahí que el Arte “del hoy” tenga, antes que otra cosa, un serio problema con el espectador. O mejor dicho, que tenga un serio problema con su no espectador. incomprensión y/o rechazo que suele ir parejo al que suscita el Arte Moderno en general. La introducción del comentario que Pepe Karmel (comisario de la retrospectiva de Pollock en el MoMA y colaborador de Art News, Art in America y New York Times) hace sobre Número 32 de Jackson Pollock resulta perfectamente representativa de todo ello:
“Jackson Pollock es todavía hoy un pintor ‘difícil’. Frente a cuadros como Número 32, algunos espectadores se sienten desconcertados, incluso insultados. ‘Por qué está esto en un museo? –se preguntan- Mi hijo podría hacerlo’. Otros quedan embelesados por la infinita profusión de líneas, manchas y salpicaduras extendidas sobre once metros cuadrados. Durante medio siglo, los críticos han discutido la obra de Pollock, atribuyéndole nuevos y a menudo contradictorios significados. A pesar (o quizá a causa) de su aparente abstracción, mantiene la capacidad de simbolizar la experiencia cambiante de la vida contemporánea” (Pepe Karmel. El Cultural, 17-5-00).
Así pues: ante una Obra de Arte homologada por la Historia del Arte, es decir, consagrada, existen por una parte los espectadores, que a su vez pueden ser de dos tipos, los que gustan de esa Obra (de sus líneas y manchas) y los que ante esa Obra se sienten desconcertados (y hasta insultados). Y por otra parte están los críticos (expertos), que son quienes atribuyen significados a las Obras de Arte. De los primeros sólo puede decirse que poco o nada tienen que ver con el devenir del Arte: gustar o no gustar de las Obras de Arte concretas es perfectamente irrelevante para quienes, por poder atribuir significados a esas Obras (los expertos), deciden qué es lo que exige admiración y por qué. Esto es, como la grandeza de los cuadros de Pollock no depende de que gusten o desconcierten a alguien (a los posibles espectadores), lo que hay que saber es que: “a pesar (o quizá a causa) de su aparente abstracción, mantiene la capacidad de simbolizar la experiencia cambiante de la vida contemporánea”. Aunque no entendamos bien qué significa eso de la “aparente abstracción”. Y aunque no entendamos qué significa eso de que la “aparente abstracción, mantiene la capacidad de simbolizar la experiencia cambiante de la vida contemporánea”.
No hay pues posible definición evaluativa que pueda ser válida, lo que, en cualquier caso, no ha impedido que existan disciplinas como la Filosofía del Arte y la Estética (o la misma Teoría del Arte) en las que surgen constantemente nuevos planteamientos teóricos acerca de ese término que no saben definir. Muy probablemente porque no pueda definirse. Ni ha impedido que siga existiendo esa otra disciplina, la Crítica del Arte, que a través del verbo se hace cargo del producto mismo de esa productiva indefinición. Ni ha impedido que por todo ello se multipliquen de forma inusitada todo tipo de textos –no necesariamente teóricos- que se publican regularmente en revistas especializadas -o no-, suplementos culturales, catálogos y libros que hablan de él, del Arte, con una complaciente y apabullante convicción. Ni ha impedido, sobre todo, que nos encontremos paulatinamente con más y más objetos que se nos presentan y muestran en su nombre, el del Arte. Objetos que representan con asertividad lo que no puede definirse. Objetos que además se presentan, indefectiblemente, con la obscenidad típica del que exige ser reconocido en su estatus.
Quizá, y esto no sería más que una conjetura, toda esa proliferación de teorías y productos se deba a los efectos de una mala muerte; o mejor: a los efectos de las malas representaciones que de la muerte vienen ofreciéndose desde el Arte... en nombre del Arte. Porque, naturalmente, no hay muerte del Arte que pueda venir, siquiera vaticinada, allende sus propias fronteras. Es el Arte y sólo el Arte quien, sea lo que sea, tiene la potestad de anunciar su propia muerte y además proclamarla... aun haciéndolo con el único, y a la postre irremediable fin, de demostrar su ineptitud (en cuanto a formas de morir realmente se refiere).
En poco más de 200 años han sido varias las fechas de defunción del Arte, todas ellas demostradas y documentadas, de ahí que de alguna forma las podamos re-conocer. La primera de ellas se produjo, paradójicamente, con el mismo nacimiento del Arte, ante la interpretación de los discursos filosóficos que propiciaron ese Arte tal y como ahora aún lo entendemos. La última, nos llega descrita a través de un prestigioso e influyente filósofo americano cuyo discurso se basa, lógicamente, en aquellos discursos filosóficos que propiciaron el Arte tal y como ahora aún lo entendemos.
Así, el Arte es una de las pocas cosas, si no la única, que se ha podido permitir el lujo de morir varias veces. Siempre con los mismos móviles, siempre con las mismas cuartadas, siempre con los mismos cómplices. Y dados los excelentes resultados de las experiencias, se trata de muertes de las que nadie parece apenarse: conforme la muerte se encontraba mejor contrastada, cosa que sucede siempre con la última de ellas, la cantidad de objetos artísticos crecía desproporcionadamente en función de alguna misteriosa causa. Y las Teorías que los justificaban, además de multiplicarse, podían incluso contradecirse unas a otras. Lo que resultaba perfecto para los posteriores beneficios empresariales que podrían desarrollarse en torno al “cadáver”.
El Arte pues no existe... una vez más. Pero, claro, que no existe de la misma manera que no existía después de las anteriores muertes anunciadas y probadas; esto es: que no existe, en cursiva: que no existe a pesar de que su producto, así como sus teorías, no hacen más que multiplicarse desaforadamente. Una inexistencia, por tanto, tan inexplicable como productiva y rentable. Una inexistencia imaginada. Y de ahí que el Arte “del hoy” tenga, antes que otra cosa, un serio problema con el espectador. O mejor dicho, que tenga un serio problema con su no espectador. incomprensión y/o rechazo que suele ir parejo al que suscita el Arte Moderno en general. La introducción del comentario que Pepe Karmel (comisario de la retrospectiva de Pollock en el MoMA y colaborador de Art News, Art in America y New York Times) hace sobre Número 32 de Jackson Pollock resulta perfectamente representativa de todo ello:
“Jackson Pollock es todavía hoy un pintor ‘difícil’. Frente a cuadros como Número 32, algunos espectadores se sienten desconcertados, incluso insultados. ‘Por qué está esto en un museo? –se preguntan- Mi hijo podría hacerlo’. Otros quedan embelesados por la infinita profusión de líneas, manchas y salpicaduras extendidas sobre once metros cuadrados. Durante medio siglo, los críticos han discutido la obra de Pollock, atribuyéndole nuevos y a menudo contradictorios significados. A pesar (o quizá a causa) de su aparente abstracción, mantiene la capacidad de simbolizar la experiencia cambiante de la vida contemporánea” (Pepe Karmel. El Cultural, 17-5-00).
Así pues: ante una Obra de Arte homologada por la Historia del Arte, es decir, consagrada, existen por una parte los espectadores, que a su vez pueden ser de dos tipos, los que gustan de esa Obra (de sus líneas y manchas) y los que ante esa Obra se sienten desconcertados (y hasta insultados). Y por otra parte están los críticos (expertos), que son quienes atribuyen significados a las Obras de Arte. De los primeros sólo puede decirse que poco o nada tienen que ver con el devenir del Arte: gustar o no gustar de las Obras de Arte concretas es perfectamente irrelevante para quienes, por poder atribuir significados a esas Obras (los expertos), deciden qué es lo que exige admiración y por qué. Esto es, como la grandeza de los cuadros de Pollock no depende de que gusten o desconcierten a alguien (a los posibles espectadores), lo que hay que saber es que: “a pesar (o quizá a causa) de su aparente abstracción, mantiene la capacidad de simbolizar la experiencia cambiante de la vida contemporánea”. Aunque no entendamos bien qué significa eso de la “aparente abstracción”. Y aunque no entendamos qué significa eso de que la “aparente abstracción, mantiene la capacidad de simbolizar la experiencia cambiante de la vida contemporánea”.
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