De entre la multitud inabarcable del tipo de personas posibles hay un tipo de persona que, imbuido por un aire pedagógico innecesario y pedante, se pasa la vida reivindicando la circunstancialidad de toda identidad y renegando, por tanto, de todo discurso que pudiera reivindicar la particularidad que nos aflora inevitablemente. Suele ser muy propio de profesor universitario posmoderno y forma parte de un sector de enorme influencia. Se trataría de ese tipo de persona que descreería, en su discurso (probablemente sólo en él), de todo aquel discurso (otro) que pensara en un sujeto autoconsciente de una particularidad que lo define. Por decirlo de otra forma: hay un tipo de persona al que le encanta decir que no somos quienes creemos porque no sabemos quienes somos; nadie sería nada en la medida en que cada instante nos regenera y por tanto nos re-crea. Eso es: no es por tener que morir por lo que no somos nadie; no somos nadie simplemente por ser cambiantes (además relativamente).
Yo, como decía en un reciente post (Sin perdón),
aun estando de acuerdo con ese tipo de personas, diría que, a veces cuando me veo y veo quién soy, me entran ganas de olvidarme de mí mismo. Cierto es que la propia biografía reinventa a cada instante el personaje que se representa a sí mismo, pero no es menos cierto que, aunque sólo fuera por una cuestión ética, uno debe saber quién es. Es, en este sentido, una obligación de exigencia cotidiana.
Así, dos cosas: 1. Si me entran ganas de “olvidarme de mí mismo” es porque, a veces, me gustaría dejar de ser como soy, es decir, de ser quien soy. Señal inequívoca de que, aunque sólo sea para sobrevivir dignamente necesito saber quién soy en alguna medida (por mucho que de forma inexplicable deje de gustarme la mujer que tanto me gustaba “ayer”). Y 2. Aunque sólo fuera por una cuestión ética, uno debe saber quién es. Se trataría de la única forma de hacer habitable un caos que, de otra forma, sería una nada.
Pues bien, a este tipo de persona, al que jamás se le ocurriría escribir Juan, o Antonio, o Carlos con una minúscula inicial, le entusiasma escribir Dios con minúscula: dios. Para ese tipo de persona, Juan es Juan sólo por un cúmulo de convenciones que esconde algo impronunciable por etéreo, pero lo escribe con mayúsculas, supongo que mientras padece de dolores intestinales tremendos por sacrificar su ideología a unas convenciones (normas), esta vez lingüísticas. Pero cuando tiene que escribir Dios se crece, se envalentona y se atreve a escribirlo con minúscula: dios. Y así deja constancia de que a él no le amedrenta nadie.
Podrá parecerle a alguien una cuestión anecdótica. Y tal vez lo sea después de todo, pero he comprobado a lo largo del tiempo que quienes escriben Dios con minúsculas son, si no malos, si tontos. Peligrosos en cualquier caso.
Yo, como decía en un reciente post (Sin perdón),
aun estando de acuerdo con ese tipo de personas, diría que, a veces cuando me veo y veo quién soy, me entran ganas de olvidarme de mí mismo. Cierto es que la propia biografía reinventa a cada instante el personaje que se representa a sí mismo, pero no es menos cierto que, aunque sólo fuera por una cuestión ética, uno debe saber quién es. Es, en este sentido, una obligación de exigencia cotidiana.
Así, dos cosas: 1. Si me entran ganas de “olvidarme de mí mismo” es porque, a veces, me gustaría dejar de ser como soy, es decir, de ser quien soy. Señal inequívoca de que, aunque sólo sea para sobrevivir dignamente necesito saber quién soy en alguna medida (por mucho que de forma inexplicable deje de gustarme la mujer que tanto me gustaba “ayer”). Y 2. Aunque sólo fuera por una cuestión ética, uno debe saber quién es. Se trataría de la única forma de hacer habitable un caos que, de otra forma, sería una nada.
Pues bien, a este tipo de persona, al que jamás se le ocurriría escribir Juan, o Antonio, o Carlos con una minúscula inicial, le entusiasma escribir Dios con minúscula: dios. Para ese tipo de persona, Juan es Juan sólo por un cúmulo de convenciones que esconde algo impronunciable por etéreo, pero lo escribe con mayúsculas, supongo que mientras padece de dolores intestinales tremendos por sacrificar su ideología a unas convenciones (normas), esta vez lingüísticas. Pero cuando tiene que escribir Dios se crece, se envalentona y se atreve a escribirlo con minúscula: dios. Y así deja constancia de que a él no le amedrenta nadie.
Podrá parecerle a alguien una cuestión anecdótica. Y tal vez lo sea después de todo, pero he comprobado a lo largo del tiempo que quienes escriben Dios con minúsculas son, si no malos, si tontos. Peligrosos en cualquier caso.
Nota. Y esto lo digo YO, que sé positivamente que después de la Muerte no hay Dios.
5 comentarios:
He disfrutado leyendo este post.
El Laconico.
Alegre coincidencia con lo que YO escríbía el viernes pasado en el LHDn120 de mi blog: "Nombrar o no nombrar".
Un saludo.
Juan
No me diga que no es poco serio juzgar de peligroso a alguien por poner Dios en minúscula, me recuerda a mi manía en tildar de poco fiables a los que usan sandalias. Esto debe reafirmar su personalísima personalidad para clamar contra los que la disuelven estúpidamente, así de la misma manera me reafirmo en lo jodido de no ser doblemente imbécil puesto que no lo he sido lo suficiente para saber que lo preferible es serlo. Toda una vida para esto.
¿Es Alberto Adsuara, Dios?
Los Dioses que te hirieron,
te levantaran de nuevo.
El Laconico
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