domingo, julio 04, 2010

El tiburón de 12 millones de dólares (Don Thompson)

Una parte sustancial de mi biblioteca se encuentra configurada por libros relacionados con la Teoría del Arte, ya atiendan a la Estética, a la Filosofía del Arte, a la Crítica o a la Historia. Si nos atenemos a los que centran su atención directa en la producción del siglo XX puedo decir que de entre todos ellos hay dos que ocupan un lugar destacado en ella por la importancia de la Verdad que de ellos se desprende: De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno (Serge Guilbaut) y Una vida para el arte (Peggy Guggenheim). Ahora se ha venido a sumar un tercero, el que ahora es motivo de este texto: El tiburón de 12 millones de dólares (Don Thompson). Así, ocupan un lugar destacado, más por su significancia Única que por sus valores intelectuales. Por lo que podría distinguir entre libros que me han interesado mucho por el aspecto clarificador que se deriva, no tanto de las reflexiones y argumentaciones cuanto de su propio ser como artefacto transmisor de UNA idea, y libros que me han interesado por su intelectualidad (dispersa, sugestiva, lúcida, confusa, concluyente, ambigua…).

Intentaré explicarme, pero baste adelantar que este último tipo de libros que tanto me interesan están escasamente valorados por quienes se dedican, precisamente, a los menesteres propios de la reflexión, la ordenación y la catalogación (con fundamentos más o menos históricos o críticos). Y son libros que me interesan aun a pesar de encontrarse vinculados a disciplinas (como la Historia y la Crítica) de las que generalmente desconfío habida cuenta de su necesario componente mitificador. Mixtificador, pues estas disciplinas hayan su común fundamento en La leyenda del artista, esa que tan sabiamente describen Ernst Kris y Otto Kurz. O por decirlo aún de otra forma: cuando leo una Historia del Arte del siglo XX hay siempre algo en ella que me hace torcer el gesto y retroceder. Me sucede incluso ante pensadores eruditos que me merecen el máximo respeto por su pensamiento y por sus estrictas dotes historiadoras. Cuando llegan al siglo XX no pueden evitar el tartamudear; seguramente por intentar explicar lo que muchas veces no pueden entender. Eso al menos percibo yo. Y todo porque la Crítica ha tenido que ser inevitablemente el fundamento de su narración vigésimo secular. O mejor, porque la Historia del Arte Moderno no podría ser posible sin aquello que ha inventado el mismo Arte Moderno, la Crítica. Ese constructo burgués que liquidó toda posible tendencia aristocrática encaminada hacía la belleza o la excelencia.

Así, han podido interesarme las reflexiones de autores que sin duda han ido aportando nuevos y a veces insospechados giros a la forma de entender el mundo de las representaciones simbólicas fabricadas por el ser humano. Pero, curiosamente, las reflexiones que me han podido interesar rara vez provenían de la observación y el análisis de esas representaciones que asociamos al Arte Moderno y Contemporáneo. Porque en efecto, dado el giro que en cierto momento se produce en la concepción del “objeto” artístico, hay una clara diferencia entre el pensamiento producido por el arte anterior a las Vanguardias Históricas y el producido a partir de ellas. Gombrich es el perfecto ejemplo de historiador con un pensamiento seriamente estructurado que cae en la trampa puesta por el mismo Arte Moderno, y por eso aún se defiende bien con las primeras Vanguardias Históricas debido al componente metafísico que todavía puede asignárseles, pero se escamotea con eufemismos y perífrases verbales cuando pretende explicar el ulterior desarrollo de éstas. Como Worringer, Wolfflin, Panofsky, Berenson, Huyghe, Francastel, Lukacs e incluso Argan y Hauser.

Lo interesante

Podría decirse que a partir de 1870 (si bien la Idea comenzó 100 años antes), aunque quizá sería más exacto situarse en la época de entreguerras, “con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho” y es así que, por ello y a partir de entonces, sólo podrán producirse en torno al “objeto” artístico actos de Fe (lo veíamos en un anterior post cuando mencionaba las distintas interpretaciones que surgían con motivo de un Picasso). Actos de Fe, pues, que expuestos como explicaciones pretendidamente convincentes resultarán más o menos interesantes y significativas (o directamente grotescas), pero que serán frágiles en cualquier caso debido a la inestabilidad derivada de la misma superstición que las ha generado. Y de ahí que, aun habiéndome interesado toda la literatura generada por el propio artefacto artístico moderno y contemporáneo, considere que apenas son 4 las cosas que han podido ensanchar mi espíritu. Quizá algo de las reflexiones generadas por el Surrealismo y alguna otra cosilla más, en donde esas reflexiones suelen superar al propio objeto que las ha generado. Por eso mi sensación es que la casi totalidad de exegetas que en el siglo XX se han dedicado a reflexionar acerca de los “objetos” que representarían el espíritu de ese siglo no han hecho otra cosa que “mover montañas”, frenética y compulsivamente. Algo que, como es sabido, sólo puede hacerse con una alta dosis de ansiedad y con una desproporcionada Fe. Quizá exagero, pero creo que no.

Greenberg, sin ir más lejos, es considerado por muchos como el último gran crítico de arte. Para mí, sin embargo, no deja de ser un tipo interesante que supo sacarle jugo a una circunstancia política. Fue más un encantador de serpientes que un pensador propiamente dicho. Sus textos son compactos, pero de la misma forma que es compacta una pastilla de jabón. Su conjunto es resbaladizo y con el uso se va reduciendo. Ese es, precisamente, el motivo por el que distingo entre textos interesantes a pesar de su aire mixtificador y textos interesantes por su espíritu desmixtificador. Lo que Serge Guilbaut consiguió con su libro fue una demostración; una demostración que desmontaba sin grandes alharacas la metodología hagiográfica que configura todas las Historias del Arte del siglo XX, esas Historias que a la manera de Hegel intentan desesperadamente entender su propio presente (buscando el “objeto” que mejor represente el Espíritu de la Época); una demostración que anulaba en cualquier caso las explicaciones que desde el mismo mundo del arte había legitimado su historia, la Historia; una demostración de que Greemberg era, antes que otra cosa, un listo. Demuestra Guilbaut que el éxito de los pintores expresionistas americanos se debió a una estrategia gubernamental generada desde los problemas producidos por la Guerra Fría. Y en este sentido Greenberg no fue sino un gran comparsa del Gobierno Americano. De lujo, eso sí, pero comparsa al fin y al cabo.

Por otra parte, también encuentro grandes diferencias entre eruditos cualificados para la abstracción en el Pensamiento y eruditos sólo dispuestos a legitimar el objeto impuesto por un “devenir” social que inextricablemente elige siempre, y bien, los objetos que deberán representar el Espíritu de cada Época. En este sentido Habría que insistir en que mi rechazo se produce siempre ante los textos que (desde un inevitable hagiografismo) han analizado y legitimado los productos concretos a través de un acto, el de historiar, que iría configurando y asentando la Historia del Arte en el mismo acto impositivo. Historiadores que actuaban como Críticos, Críticos que actuaban como Historiadores. Hay pues una abismal diferencia entre quienes hablan del producto Arte partiendo de una Idea para acabar en una abstracción, y quienes parten del “objeto” artístico concreto para acabar en una imposición. Los primeros activan el intelecto con independencia de identificación alguna por parte del supuesto lector; los segundos instalan UN pensamiento ÚNICO en función de “simples” opiniones.

Podría decirse todo de otra forma, por volver al párrafo inicial: hay más Verdad en esos tres libros citados aun cuando su valor intelectual fuera más que cuestionable que en muchos libros de Historia del Arte. De ahí que inmediatamente después avisara de que esos libros se encuentran escasamente valorados por quienes se dedican, precisamente, a los menesteres propios de la el análisis, la ordenación y la catalogación (con fundamentación más o menos histórica o crítica). Lógicamente, pues el hecho de aceptarlos les obligaría a una tarea tan y ímproba como necesariamente devastadora. Tendrían que revisar absolutamente el TODO. Comenzando por abandonar todos los prejuicios y teniendo que partir de cero.

La autobiografía de Peggy Guggenheim es también, en este sentido, una demostración; esta vez Peggy nos demuestra cómo el aburrimiento puede llegar a ser, también, sumamente rentable. Su nivel cultural, muy influido por el latir de sus inquietas hormonas, fue conformándose siempre en torno a un tálamo. Y así fue que una mujer instigada por su propio aburrimiento acabó, gracias a su relevante furor uterino, convirtiéndose en benefactora de un montón de mendigos ambiciosos y espabilados. Se trata, en cualquier caso, de uno de los peores libros que he leído en mi vida. Pero no por ello deja de ser sumamente interesante por cuanto da perfecta cuenta de cómo nace realmente una generación de estrellas. Así pues, “lo interesante” como la categoría más ubicua y más representativa de una Época que carece de reales juicios de valor. La diferencia, en cualquier caso, entre lo interesante de, por ejemplo Rosalind Krauss y lo interesante de Peggy Guggenheim, es que la primera, siendo una pensadora aceptable (aunque muy pelma) es mixtificadora en sus conclusiones y la segunda, siendo una pensadora nula y una escritora nefasta es clarificadora aun a pesar incluso de sus infantiles intenciones. Los pintores expresionistas americanos fueron el primer producto artístico devenido de un marketing de escala mundial. Y Peggy fue la contingente colaboracionista de todo un Gobierno Americano.

Como si

En las tres primeras líneas del libro El tiburón de 12 millones dólares ya deja Don Thompson expuesto el problema. A partir de entonces comienza su periplo investigatorio con el fin de averiguar cuáles son las causas del caos actual en el mundo del arte. Dice Thompson en esas tres primeras líneas: “13 de enero de 2005, Nueva York. El primer problema del agente que trataba de vender el tiburón disecado era el precio de venta, 12 millones de dólares”. En seguida el autor se formula la pregunta, “¿Por qué iba a pagar alguien tanto dinero por el tiburón?”. Su respuesta es que la marca sustituye al juicio crítico y en esta venta se habían juntado varias marcas de gran influencia en la configuración del arte: el vendedor, que era uno de los mejores coleccionistas de arte del mundo (Saatchi), el mejor agente del mundo (Gagosian), el artista de moda de los últimos años (Hirst) y dos de los coleccionistas más millonarios del planeta (Serota, Cohen).

Lo que Thompson pretende con su informado libro es, realmente, averiguar por qué el agente tenía que vender el tiburón a 12 millones de dólares, pues no habría habido (primer) problema si lo que se hubiera pretendido en la misión hubiera sido, simplemente, venderlo a una (cualquier) cifra elevada. No, “el primer problema del agente…era su precio de venta”. Inmediatamente se pone a diseccionar, capítulo a capítulo, todos esos factores que convertidos en marcas, van configurando lo que aún, al parecer, seguimos queriendo llamar arte. ¿Por qué 12 millones y no por ejemplo 2?, ¿no resulta fácil pensar que si el problema era ese precio lo lógico hubiera sido eliminar ese problema?, ¿qué hacía necesario que fueran 12?, ¿qué hacía necesario que por ser 12 el asunto adquiriera tintes problemáticos (“El primer problema…”)? La respuesta, aunque desmenuzada, en las 340 páginas de apretada información.

Thompson sabe que el mundo del arte está conformado por aquellos que lo diseñan y controlan: los agentes (millonarios), las Casas de Subastas (millonarias), los coleccionistas (millonarios), algún director de museo y algún artista espabilado (millonario); esto es: está conformado por el dinero (que non olet). Según las pruebas concluyentes del autor todo en el mundo del arte se ordena en función del dinero, nada se deja al albur de cosas tan nimias como la estética, la belleza, la bondad, la justicia o la excelencia. Todas las partes embrolladas tienen claros sus objetivos, que por otra parte no podrían ser otros: los de entender que la cifra es determinante en el factor cualitativo de la obra. No puede haber obra de arte “buena” que no sea extraordinariamente cara. “Los coleccionistas experimentados no invierten demasiado tiempo en preocuparse por el significado. Si la obra es lo bastante cara como para que lleguen a preguntárselo al marchante o al coleccionista, probablemente éstos se limitarán a inventarse una leyenda con todo lujo de detalles”.

Todas las partes involucradas aportan su granito de arena para que el arte no pueda ser más que un gran negocio. Las Casas de Subasta han convertido el negocio de compraventa en un auténtico galimatías de ingeniería financiera. Pero siendo perfectos conocedores de las motivaciones de los millonarios (gente insegura, según Thompson, que carece de tiempo para la adquisición de conocimientos) los textos de venta de sus catálogos son más que significativos. Y siguen exudando el mismo tufo que exudan los textos de todas las Historia del Arte del Siglo XX: el sulfuroso aroma de la mitificación; de la mixtificación. El libro se encuentra plagado de ejemplos que explican el proceso de ascenso del precio de una obra. En la última parte del proceso puede encontrarse, precisamente, el texto para la catalogación de la Subasta. Ante la obra de Jeff Koons titulada New Hoover, Deluxe Shampoo Polisher, el catálogo de Sotheby’s decía, “Trata de las clases sociales y los roles de género, además del consumismo”. La obra, que como sabrá el lector era una pulidora de suelos en una vitrina de cristal, se vendió a 2,16 millones de dólares. Seguramente porque al comprador debió impresionarle la acumulación de significación simbólica, pues a tenor del texto publicitario, la posesión de la pulidora servía para cuestionar la iniquidad de las clases sociales, con lo que, a través de su posesión, podría mejorar la relación con su servicio doméstico. Además con la posesión de la pulidora les daba una lección a los empleados de su empresa, consumistas compulsivos todos ellos, y se congraciaba con todas las mujeres del mundo que se quejaron algún día del despotismo autoritario de su innecesaria masculinidad.

La verdad es que sólo un ciego (o un monstruo) puede seguir ejerciendo, ante estas circunstancias, su función de crítico o historiador del Arte como si nada pasara; como lo sucedido con Warhol, Emin, Koons, Chia, Schnabel,, Hirst, Kawara, Saatchi, Gagosian, Gonzalez-Torres, Cohen y Tremaine en las subastas nocturnas de Christie’s y Sotheby’s no fuera suficiente para tener que rehacer todos los presupuestos con los que se aborda el análisis del Arte Contemporáneo. Los tres libros citados ofrecen una idea mucho más cabal sobre lo que es el arte entendido desde el propio y pertinente concepto de Historia que los mismos libros de Historia del Arte que aún fundamentan sus imposiciones dogmáticas en lo que no pueden ser sino simples opiniones. Opiniones, además y esta vez, ya no fundamentadas en la Crítica (como sucedía hasta hace poco), sino en la más pura ingeniería financiera. Sólo un monstruo podría escribir una Historia del Arte actualizada sin analizar cómo afectan todos esos datos (de estos 3libros) en la propia narración histórica de los hechos. Sólo un inepto (o un monstruo) dejaría de usar, de forma retrospectiva, las conclusiones que de esos datos se desprenden.

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