Si en general no es nada fácil interpretar los hechos acaecidos -consumados- aun cuando sean recientes, imagínese el lector lo difícil que resulta interpretar meros signos… que aún no han conformado ningún Hecho… al que se pueda siquiera nombrar debido al carácter esencialmente especulativo de toda conjetura. ¿Cómo interpretar entonces los signos actuales de un Hecho aún indefinible? ¿De qué signos se trata; respecto a qué hecho? Se preguntará más de uno. En efecto, y ahí se entiende la elección del adjetivo difícil, que es usado no tanto para negar la posibilidad de interpretación cuanto para otorgar un mérito a quienes sean capaces de ella.
Los signos no son, en definitiva, más que microhechos traslúcidos. Un militar en combate no sabe nada de la enjundia histórica de su momento y sin embargo puede ser perfecto intérprete -conocedor- de los signos que acabarán definiendo ese momento histórico. O por decirlo de otra manera: son muchas las lecturas que pueden hacerse de los signos o de un hecho (y si no muchas, sí algunas), pero de lo que no hay duda (¿o sí?) es de que habrá respecto a dichos signos y hechos interpretaciones mejores y peores, mejores en la medida en que serán más precisas, más cotejables, más lúcidas, más verificables. Así, lo que verdaderamente resulta difícil no es tanto interpretar los signos como hacerlo acertadamente.
Cuando ante un acontecimiento emergen este tipo de interpretaciones lúcidas todas las demás quedan perfectamente desvaídas y a veces obsoletas. La diferencia no tendría por qué medirse a partir de una gran tesis central; la diferencia podría encontrarse en una simple cuestión de matices. Para excusar su incompetencia hermenéutica muchos exegetas profesionales (o no) se escudan en la necesidad de una perspectiva histórica que remite a la imposibilidad de juzgar el acontecimiento reciente. ¡Pamplinas!, vivir el momento es vivir el momento histórico por mucho que éste carezca de denominación. Narrar con lucidez y precisión la experiencia de actuar como un jacobino en una época convulsa no impide al jacobino saber nada acerca de La Revolución Francesa.
Escuchemos ahora con atención este texto que se expresa acerca de la vida urbana: “[…], esta organización colosal de la vida moderna, este funcionamiento perfecto e indestructible de sus servicios, esta continuidad inalterable de su actividad que desafía todas las amenazas exteriores y da seguridad y confianza al ciudadano, es totalmente ajena e independiente de las funciones superiores del Estado y aun de la vida misma de éste. El Estado puede hundirse y desaparecer para siempre y el pueblo puede caer en la esclavitud sin que el autobús haya dejado de pasar por la esquina a la hora exacta, sin que se interrumpan los teléfonos, sin que los trenes se retrasen un minuto ni los periódicos dejen de publicar una sola edición”.
Bien podría este texto ser el producto del análisis de unos signos cercanos y evidentes; bien podría ser un pensamiento deducido a partir unos hechos concretos y próximos. Porque, en cualquier caso, los signos no son sino hechos en miniatura. Bien podría, por tanto, ser este texto un aviso para navegantes contemporáneos. Que NO lo es: se trata de un fragmento de La agonía de Francia en la que Chaves Nogales describe magistralmente cómo se rinde una gran ciudad. En 1940 y a base de interpretaciones, precisas, lúcidas, verificables. Las tesis del periodista es, en contra de creencia común, que la causa del desmoronamiento francés, no se encontraba tanto en una debilitación de la democrcia como en una suerte de decadencia; y no tanto una decadencia intelectual como una decadencia espiritual que se daba, además, no tanto en el gobierno y los poderes fácticos como en el mismo ciudadano de a pie.
No todo el mundo tiene la misma capacidad para interpretar los acontecimientos. Ni todo el mundo tiene la misma capacidad para “leer”, en la cotempraneidad, los signos que presagian un estadio (que será histórico) que aún carece de denominación.
Y a Spengler se le sigue considerando un agorero.
domingo, junio 12, 2011
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