Podría distinguirse entre el Saber que se nos transmite a través de los libros y el que se transmite a través de los centros docentes universitarios. Distinción que vendría dada por el nivel de implicación, asumido o no, respecto a la Corrección Política. Por decirlo en términos que no por provocativos dejan de ser realistas: el Pensamiento transferido a través de la Universidad es un Pensamiento Débil en la medida en que se encuentra coaccionado y cohibido por la Corrección Política. La Cultura de la Queja se ha introducido en el pensamiento universitario para conculcar la defensa de un Saber frágil que se fundamenta en el desprecio por la Verdad. Se impone y conculca, de esta manera, a veces de forma explícita a veces de forma subrepticia, una carencia de verdades que nos trasladan a la imposibilidad del Saber. No hay, pues, un Saber; hay sólo contingencia y coyunturalidad. Para gran parte de ese pensamiento académico la misma realidad no deja de ser un constructo lingüístico y los acontecimientos (los hechos) no dejan de ser sino el producto de lo noticiado (en telediarios y periódicos). Para el Pensamiento Académico (subvencionado) no hay Saber, no hay Verdad, no hay Amor y no hay Realidad. Y todo ha llegado, precisamente, en el momento en el que el Arte ha dejado de ser lo que durante cientos de años hemos entendido como Arte (y éste será el asunto de otro capítulo).
Es decir, nos encontramos en un momento que conjuga de forma ingeniosa el relativismo más pragmático con el buenismo resultante de la implantación que de una Cultura de la Queja sumamente rentable para los poderes fácticos. Y no se trata de afirmar desde el catastrofismo reaccionario sino de describir los signos de un presente (que ya dura 30 años) que representa la realidad con la que contamos. Así, lo dicho en el primer párrafo no será otra cosa que la mera descripción de un estado de las cosas que no sería cuestionable en la medida en la que sería confirmado por quienes habiendo sido los artífices de dicho estado se sienten apoyados por quienes no fueron oponiendo objeción alguna al nuevo “orden”. O dicho de otra forma: nos encontramos ante un estado de las cosas que no deja de ser el producto de una imposición vertical y de una connivencia horizontal. La Corrección Política se ha demostrado como la más perversa forma de Poder, pues ha atado de pies y manos a todo aquel que quiera medrar, sea liberal o sea progresista en cualquiera de su grados. Nadie con aspiraciones reales de desarrollo “profesional” se libra de la obligación de ser políticamente correcto. Nadie se libra: nadie será libre.
Pero, ¿con qué se correspondería exactamente el término buenismo? Una buena respuesta sería que buenismo no es más que una actitud que se identifica con el famoso aserto que representa el comienzo de ese presente que ya dura 30 años; a saber: “todos somos artistas” (Beuys dixit). Así, buenismo sería, en arte, una actitud que infringiera sobre el espectador NO experto la mayor de las humillaciones posibles. Sobre todo si tenemos en cuenta que se produce, justo y exactamente, en ese momento histórico en el que toda afirmación es la imposición derivada de un relativismo mesiánico. La afirmación “todos somos artistas” sólo puede esgrimirse desde la demiúrgia. Algo que, por otra parte, sólo puede agrandar la distancia que separa a los iniciados de los profanos (a lo sagrado de lo profano). Nada hay peor que decirle a un pobre que es rico. Sobre todo cuando es un rico quien se lo dice y cuando el pobre quiere comer y no puede. Nada hay peor que suspender a un alumno al que se le ha conculcado que nada es Verdad y que todo Saber es coyuntural.
Por tanto, el problema no deviene tanto de la esencia de un determinado estado de las cosas, el que se deriva de vivir un mundo conformado por un relativismo buenista, cuanto de vivir en un mundo en el que el sujeto se da constantemente de bruces con lo real debido, precisamente, a la experiencia atroz de habitar en una paradoja insalvable que constantemente demuestra que ni todo es tan relativo como se dice ni nadie es tan bueno como dice ser. Una paradoja (maligna) de la que todos serían culpables habida cuenta de que ha brá sido aceptada por puro egoísmo (indiviualismo atroz). No es el buenismo (Corrección Política) lo que le ata de pies y manos al sujeto del hoy, sino la imposibilidad de renunciar a él una vez lo ha aceptado el mismo sujeto que se sujeta a lo social a través de un Estado hipócritamente paternalista.
Addenda. “¡No hay banda!”, decía un personaje de Moholland Drive (David Lynch) para demostrarnos que detrás de una cantante que nos conmueve no hay realmente nada. La mujer que canta y que con su canción logra emocionar a las protagonistas se desmaya a mitad canción y sin embargo la música y la voz continúan. Detrás de la cantante se encontraba, pues, lo que sostenía el simulacro, un simulacro del que ella era partícipe. Sólo un play back que no hacía otra cosa que sustituir a una Realidad desprestigiada por su obsolescencia anunciada. Pero ¡No hay banda! no significa que no haya realmente NADA, sino simplemente que es la banda lo que falta. Y faltando la banda falta la esencia que verdaderamente podría otorgar un sentido a la emocionante experiencia del directo y por tanto que ese sentido pudiera considerarse causa noble de un sentimiento profundo, el que a ellas les une. Lo que queda sin la banda es, precisamente, nada, porque nada es lo que sustenta, ya, la emoción provocada al principio, cuando la razón se encontraba unida a la lógica y a la emoción; porque nada es lo que queda cuando se descubre la mentira, la NO Verdad. No era la mujer quien cantaba con ese sentimiento que provocaba la emoción de las protagonistas.
Las mujeres se emocionan viendo y escuchando la sentida actuación de la cantante. Sienten profundamente que su experiencia las une y por eso lloran de emoción, abrazadas. Pero, de repente, la cantante se desmaya y la voz y la música continúan. ¿Qué hacer?, ¿cómo responder ante la extraña nada que les queda?, ¿cómo reaccionar con la emoción sentida a través de una mentira? Esa es la cuestión: qué hacer. ¿Puede sostenerse el sentimiento profundo? O mejor, ¿puede ser profundo el sentimiento una vez descubierta la falsedad de lo que lo ha provocado? O yendo más lejos aún, ¿puede haber ya distinción entre causas nobles y causas subsidiarias cuando hablamos de sentimientos? ¿Son las subsidiarias menos legítimas? Suponiendo que no se trate de una cuestión de legitimidad, ¿podrían denominarse y entenderse como emociones de segundo grado aquellas que provinieran de cierta virtualidad (simulacro)? ¿Acaso no existe un componente frustrante en despertar de un sueño en el que estábamos viviendo una experiencia Ideal?
Si la cantante se desmaya carece de sentido seguir viendo y escuchando… nada, pues era la asociación de Realidad y Verdad lo que provocaba el sentimiento profundo. Nada hay que sentir. Porque, en verdad, es nada lo que queda si el efecto –en ellas producido- YA NO se corresponde con una causa coherente; nada es lo que puede sustentar ya el sentimiento profundo –por ellas expresado-, pues fue provocado por un simulacro. No es la carencia de causa, es la carencia de coherencia entre causa y efecto lo que confunde, lo que desconcierta. Y recordemos ¡No hay banda!, como enérgica interjección, como con el cierto enfado necesario que constata aquello que todo el mundo debería saber: que “¡No hay banda!” les dice a los espectadores el maestro de ceremonias con un tono de advertencia, pero también amonestador. Así, la interjección imperativa se convierte en una riña a los incautos (que confunden la realidad con el sueño) y a los prepotentes (que aseguran que la realidad es sólo un constructo lingüístico).
En efecto: a los incautos les dice que no hay banda, que la realidad les engaña con uno de sus múltiples trucos, el simulacro, ese truco que consiste en renegar del concepto de verdad con el fin de igualar toda experiencia. Y el maestro de ceremonias lleva razón, pues la confusión que produce la indiferenciación de realidades (verdadera/virtual) es la que lleva a la protagonista al desastre. Y a los prepotentes les dice que no hay banda, esto es, que lo que NO hay es, sólo, una banda. Y el maestro de ceremonias lleva razón porque el hecho de no haber banda no impide a la realidad real imponerse (siempre). La realidad podrá ser un constructo lingüístico, pero si no mides bien las distancias puedes abrirte la cabeza con un saliente. En realidad no hay más ciego que el que no quiere ver, viene a decir el maestro de ceremonias. Así, nada, en cursiva.
¿Qué hacer, entonces? De hecho, la emergencia de lo real –imprevisible- cortorcircuita el estado emocional de las protagonistas y aboca a una de ellas al suicidio. Decía más arriba ¿podrían denominarse y entenderse como emociones de segundo grado aquellas que provinieran de cierta virtualidad (simulacro)? ¿Acaso no existe un componente frustrante en despertar de un sueño en el que estábamos viviendo una experiencia Ideal? ¿No es la frustración un estado inconveniente?
(Este texto se corresponde con el capítulo 8 de un libro –inédito- que se llama Aprendizaje del desapego. 18 razones para abandonar la práctica artística. Un libro que se encuentra en busca de editor)
miércoles, junio 15, 2011
Del rito desmitologizado: “¡No hay banda!”
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