jueves, agosto 25, 2016

Me encanta

Llego a las rocas a las siete y media de la mañana como todos los días. Unas oscuras nubes ocultan el sol que suele salir por el horizonte enfrente de mí. El mar está movido y tiene un color gris plomizo que lo hace parecer amenazador, algo nada propio de la estación estival.

He desplegado mi silla, como todos los días, y me he dispuesto a la lectura, pero esta vez sin quitarme la camisa debido a la ligera brisa de un amancer sin sol. Extraño día.

Antes de la hora en la que normalmente llegan a las rocas los primeros veraneantes que llegan todos los días una hora después que yo, llega una pareja de  desconocidos que actúa de una manera que al parecer tienen ritualizada. Otean en silencio un rato buscando el lugar más apropiado para instalarse, cuando lo encuentran abren las dos sillas pegables y sólo él se sienta con el pertinente libro, mientras ella se acerca a la orilla de rocas donde rompen las olas y se sienta sobre una piedra más o menos plana.

Adquiere una clara posición contemplativa enfrentada al horizonte sentada en el suelo y abrazando sus piernas. Pasa un buen tiempo y ella permanece inmutable. Desde mi posición me recuerda mucho a la mujer que mira la playa en esa fotografía tan significativa de la película Barton Fink. Fotografía en la que vemos a la mujer desde atrás. A la media hora suelta las piernas y sujeta su cuerpo apoyando los brazos por detrás de su cuerpo. La veo a ella mientras veo detrás de ella el mar desenfocado, un mar movido. Gris, precioso. Cuando enfoco al mar es a ella la que veo desenfocada. Su marido sigue leyendo, cosa que yo también sigo haciendo, algo despistado, eso sí, por ese otoñal matrimonio tan temparanero.

A las ocho y media, como todos los días, llegan juntos un hombre de 70 años con su madre de 96 y la vecina de estos, de una edad aproximada. Me saludan y ocupan el lugar que ocupan todos los días. Y no se hacen de esperar otras dos mujeres de clara edad provecta, que como todos los días se acercan a las rocas sobre las 9 horas; una de 98 años y su cuidadora, que no sé con exactitud qué edad tiene (cada año cambia de cuidadora esta mujer que roza el centenario). Los tres primeros avisan a estas dos últimas que el mar está tan movido y que resulta complicado el baño.

Y es cierto, debido al al tipo de orilla resulta difícil bañarse en este margen aun cuando se haya instalado, como todos los años, una escalera dispuesta para los efectos en la misma orilla. Las rocas cercanas a la escalera están muy erosionadas y su tacto resulta muy áspero, por eso nadie se acerca al agua sin sus pertinentes sandalias de goma. Por otra parte, las rocas que se encuentran dentro del agua misma conforman pequeños arrecifes no muy fáciles de sortear con aguas movidas. De ahí que en días como hoy sea muy poco habitual que la gente baje a las rocas; no hay sol y el agua hace casi impracticable el baño.

Pero a la mujer de 98 y a su cuidadora les es igual, las han prevenido las primeras en llegar pero a ellas les es igual; dicen que no hay más que observar el flujo de las ondas para saber cuando hay que salir del agua, porque el problema, claro está, no está en la entrada al mar sino en la salida, que es cuando una ola puede estamparte contra esas rocas porosas abigarradas de puntiagudos salientes.

Se meten en el agua sin pensarlo demasiado mientras los otros 3 miran un tanto atónitos. La cuidadora es muy escandalosa y se empeña en dejar clara su valentía mientras que la nonagenaria parece disfrutar en silencio de un baño no muy apacible. Viéndolas se anima la vecina y decide meterse también. El baño dura poco pero cuando salen expresan su placer en tun tono elevado de voz, el que sin duda les confiere la euforia de la hazaña.

Se acerca una italiana que pasa todos los años 15 días en estos lares, las ancianas le cuentan la experiencia y le explican claramente cómo hacer para poder bañarse. La italiana no se arredra, se pone las gafas y se tira al agua mientras las ancianas le dan indicaciones. Mientras tanto la mujer contemplativa sigue sin perder de vista el horizonte haciendo caso omiso a estos incidentes. El marido sigue leyendo impertérritro a pesar de los gritos de las ancianas y los más fuertes todavía de la italiana que habla un español germánico. Yo, sin embargo, he desistido, no puedo concentrame en la lectura de un texto centrado en las diferencias entre la filosofía analítica y la continental.

Llegan entonces dos hombres que conozco de la piscina pero nunca había visto en las rocas a estas horas. Uno debe tener entorno a los 50 años y el otro, su padre, habrá pasado de los 80. Ante el alboroto deciden bañarse también. El más aciano, encorvado sobre su propia barriga se lanza como a una piscina, su hijo lo hace con más cautela y pendiente de su padre. Cuando salen del agua todos manifiestan su satisfacción con el inevitable “qué buena está el agua”. Yo en cambio sólo puedo mirarla desde lejos, la providencia nunca me regaló el arrojo necesario para acometer empresas que estuvieran relacionadas con las fuerzas de la naturaleza. O dicho de otra forma: soy un sieso. En cualquier caso yo estoy disfrutando tanto como ellos.

Al momento aparece la que es mujer y nuera del hombre y su padre respectivamente. Supongo que será porque está embarazada pero ni siquiera se atreve a acercarse a la orilla, no tanto por la orilla en sí como por el espectáculo que sin duda le intranquiliza: 3 nonagenarias, 2 heptagenarios, una sexagenaria, un cincuentón y una italiana gritona cogidos firmemente a una cuerda que permite comunicar la escalera con las rocas, mientras las olas les hace tambalear a todos. Así que mira desde lejos dando pequeños y discretos pasitos hacia atrás.

Salen todos y mientras se secan siguen comentando la jugada. La mujer contemplativa sigue obsesionada con el horizonte, ni siquiera ha girado la cabeza para ver el horizonte desde una posición que no fuera frontal. Y su marido no levanta la cabeza del libro. Me encanta.

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