Vengo de pasar unos días por el Sur. Concretamente vengo de haber pasado un tiempo allí donde hace años viví uno solo: Zahora (no confundir con Zahara), una pequeña pedanía situada entre el esquinoso Conil y el retranqueado Barbate. O mejor, entre la extraña playa de El Palmar y el onírico complejo de Caños de Meca .
Zahora es el más extraordinario no lugar que conozco (si bien es cierto que la cosa está empezando a cambiar debido a los desternillantes proyectos ¿urbanísticos? que se prevén para ¿mejorar, la vida de no se sabe muy bien quién). Pero éste sería otro tema, el del progreso.
Habitar un no lugar tan perfecto (en su condición negativa, se entiende) es una experiencia difícilmente comunicable. Y además un factor complica las cosas definitivamente: los “lugareños”, lógicamente, son personas que carecen de conciencia respecto a su verdadero estado y condición, pues no puede haber lugareños allá donde no hay lugar. Marc Augè, una vez más, apuntaba bien pero disparaba después hacia otro lado: los no lugares sólo pueden adquirir su condición negativa en función de una larga historia; nunca de una historia ridícula (como la de cualquier aeropuerto). Y Zahora la tiene. Una Historia no narrable, pero la tiene. Mejor callar.
El caso es que allí estaba yo, en ese espacio donde el sentido del tiempo carece de sentido (porque carece de lugar). Allí estaba yo, habitando de nuevo mi perfecto no lugar, un espacio sin sentido; un espacio habitado por gente sin lugar. Gente que usa la lengua como si fuera un dialecto. Gente difícil, en contra de lo que mucha gente cree. Nada que ver con la gente de otras ciudades de la mima región. Nada que ver incluso con la gente cercana que habita lugares cercanos (ya se sabe lo de Andalucía: los gaditanos odian a los sevillanos, pero los mismos algecireños odian a los gaditanos, pero los de la La Línea odian a los algecireños. Y así sucesivamente hasta llegar al odio sobre uno mismo).
Salí de la casa de buena mañana como de costumbre. Si quería desayunar fuera de la casa debía andar unos buenos 20 minutos para encontrar un sitio donde pudiera tomar un café (con manteca roja, por supuesto). Por tortuosos caminos en los que debía esquivar los inmensos charcos que las lluvias recientes habían producido. Todos, claro, caminos sin asfaltar (y de noche, sin alumbrado público).
Estaba caminando absorto con mis pensamientos cuando comencé a oír lo que al parecer provenía de lejos: una seguidilla sin más acompañamiento que el silencio que se repartía entre cante y cante. La mañana era fría y el sol comenzaba a despuntar. El cielo era luminoso pero el aspecto general del día era (seguro que la percepción se debía a mi estado de ánimo), era... turbio. Conforme me acercaba la voz iba siendo más nítida. Además de más potente. El cante era desgarrado, muy desgarrado, lo que confería a mis pensamientos una cierta confusión. Motivo: desconocido.
Giré entonces hacia un lado intentando vanamente esquivar un charco imposible, aceleré el paso intrigado por lo que aquella voz me deparaba. Superé los matorrales que me impedían la visión y me encontré a bocajarro con LA imagen: dos mujeres gordas y absolutamente hieráticas flanqueaban la entrada de una típica casa de construcción precaria tan propia de este no lugar. Las mujeres me ignoraban con elegancia soberana; es decir: continuaban mirando al frente mientras yo pasaba delante de ellas. Sin que se inmutaran ni un ápice atravesé todo su frontal de parte a parte. Nada, ni un solo signo de vida. Y la seguidilla emergía de dentro de ese vano oscuro que ellas flanqueaban por ambos lados. La nitidez del cante y el estatismo de aquella especie de tótems me acabó turbando. Quise quedarme, pero no me atreví. Me fui absorto con mis pensamientos, unos pensamientos certeros, lúcidos, preclaros.
Addenda. No hay ninguna duda: detrás de aquel vano que se oscurecía en el mismo umbral había una historia extraordinaria. Allí tenían secuestrado a un niño, el hijo de una cantante hortera que se llama Dorothy Vallens. La seguidilla respondía a una grabación pero alguien (probablemente Ben) estaba haciendo el play back con un micrófono desconectado. No lo vi, pero estoy seguro de ello.
Era Frank Booth quien se encontraba detrás de todo esto, un personaje capaz de lo peor y de lo mejor según la generosidad que necesite proyectar. Le gustan las tortillas de camarones con fino y nunca duda cuando va al Sandy de Barbate; pide siempre morrillo de primero. “Es la parte más sabrosa de este jodido animal”, dice cada vez que se echa un bocado de morrillo de atún a la boca.
Zahora es el más extraordinario no lugar que conozco (si bien es cierto que la cosa está empezando a cambiar debido a los desternillantes proyectos ¿urbanísticos? que se prevén para ¿mejorar, la vida de no se sabe muy bien quién). Pero éste sería otro tema, el del progreso.
Habitar un no lugar tan perfecto (en su condición negativa, se entiende) es una experiencia difícilmente comunicable. Y además un factor complica las cosas definitivamente: los “lugareños”, lógicamente, son personas que carecen de conciencia respecto a su verdadero estado y condición, pues no puede haber lugareños allá donde no hay lugar. Marc Augè, una vez más, apuntaba bien pero disparaba después hacia otro lado: los no lugares sólo pueden adquirir su condición negativa en función de una larga historia; nunca de una historia ridícula (como la de cualquier aeropuerto). Y Zahora la tiene. Una Historia no narrable, pero la tiene. Mejor callar.
El caso es que allí estaba yo, en ese espacio donde el sentido del tiempo carece de sentido (porque carece de lugar). Allí estaba yo, habitando de nuevo mi perfecto no lugar, un espacio sin sentido; un espacio habitado por gente sin lugar. Gente que usa la lengua como si fuera un dialecto. Gente difícil, en contra de lo que mucha gente cree. Nada que ver con la gente de otras ciudades de la mima región. Nada que ver incluso con la gente cercana que habita lugares cercanos (ya se sabe lo de Andalucía: los gaditanos odian a los sevillanos, pero los mismos algecireños odian a los gaditanos, pero los de la La Línea odian a los algecireños. Y así sucesivamente hasta llegar al odio sobre uno mismo).
Salí de la casa de buena mañana como de costumbre. Si quería desayunar fuera de la casa debía andar unos buenos 20 minutos para encontrar un sitio donde pudiera tomar un café (con manteca roja, por supuesto). Por tortuosos caminos en los que debía esquivar los inmensos charcos que las lluvias recientes habían producido. Todos, claro, caminos sin asfaltar (y de noche, sin alumbrado público).
Estaba caminando absorto con mis pensamientos cuando comencé a oír lo que al parecer provenía de lejos: una seguidilla sin más acompañamiento que el silencio que se repartía entre cante y cante. La mañana era fría y el sol comenzaba a despuntar. El cielo era luminoso pero el aspecto general del día era (seguro que la percepción se debía a mi estado de ánimo), era... turbio. Conforme me acercaba la voz iba siendo más nítida. Además de más potente. El cante era desgarrado, muy desgarrado, lo que confería a mis pensamientos una cierta confusión. Motivo: desconocido.
Giré entonces hacia un lado intentando vanamente esquivar un charco imposible, aceleré el paso intrigado por lo que aquella voz me deparaba. Superé los matorrales que me impedían la visión y me encontré a bocajarro con LA imagen: dos mujeres gordas y absolutamente hieráticas flanqueaban la entrada de una típica casa de construcción precaria tan propia de este no lugar. Las mujeres me ignoraban con elegancia soberana; es decir: continuaban mirando al frente mientras yo pasaba delante de ellas. Sin que se inmutaran ni un ápice atravesé todo su frontal de parte a parte. Nada, ni un solo signo de vida. Y la seguidilla emergía de dentro de ese vano oscuro que ellas flanqueaban por ambos lados. La nitidez del cante y el estatismo de aquella especie de tótems me acabó turbando. Quise quedarme, pero no me atreví. Me fui absorto con mis pensamientos, unos pensamientos certeros, lúcidos, preclaros.
Addenda. No hay ninguna duda: detrás de aquel vano que se oscurecía en el mismo umbral había una historia extraordinaria. Allí tenían secuestrado a un niño, el hijo de una cantante hortera que se llama Dorothy Vallens. La seguidilla respondía a una grabación pero alguien (probablemente Ben) estaba haciendo el play back con un micrófono desconectado. No lo vi, pero estoy seguro de ello.
Era Frank Booth quien se encontraba detrás de todo esto, un personaje capaz de lo peor y de lo mejor según la generosidad que necesite proyectar. Le gustan las tortillas de camarones con fino y nunca duda cuando va al Sandy de Barbate; pide siempre morrillo de primero. “Es la parte más sabrosa de este jodido animal”, dice cada vez que se echa un bocado de morrillo de atún a la boca.
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