lunes, enero 15, 2007

Sin perdón

A veces, muchas veces, quizás demasiadas, me gustaría olvidarme de mí mismo. Para no ser yo; o mejor, para no ser yo exactamente. A veces me gustaría ser alguien parecido a mí mismo pero sin ser lo que, al fin y al cabo, siento que soy. A veces me gustaría ser yo sólo aproximadamente.

Probablemente estas sinceras afirmaciones no tengan mucho sentido para quienes insisten, desde la pedagogía más posmoderna, en que los seres humanos no somos más que un conjunto de inconsistencias coyunturales y volátiles. Yo, aun estando de acuerdo con ellos, diría que, cuando me veo y veo quién soy, me entran ganas de olvidarme de mí mismo. Me pasa a veces, muchas veces, quizás demasiadas. Cierto es que la propia biografía reinventa a cada instante el personaje que se representa a sí mismo, pero no es menos cierto que, aunque sólo fuera por una cuestión ética, uno debe saber quién es. Es, en este sentido, una obligación de exigencia cotidiana.

Me gustaría olvidarme de mí mismo, precisamente, para poder olvidar lo que me incita a querer olvidarme de mí mismo. Me gustaría olvidarme de mi mismo, no para ser otro, sino para esquivar mucho de mi pasado; para esquivar ese fardo del pasado que me hace ser el que soy; para esquivar todo eso que me incita a querer, a veces, quizá demasiadas, olvidarme de mí mismo. Así que me gustaría olvidarme un poco de mí mismo, sí, pero no por querer vivir un nuevo sentimiento de la vida, sino por querer vivir con otros sentimientos ante la vida.

A veces, algunas veces, seguramente más de las que me gustaría, me gustaría olvidarme de aquello de lo que soy conciente en lo concerniente a mi pasado. Porque me pesa. Y porque aun cuando me pesa, no consigue cambiarme. Del inconsciente nada sé, que para algo amalgama todo lo que yo ya he olvidado. Por mucho que ahí esté. Soy débil, tan débil que me gustaría, a veces, muchas veces, olvidarme de mí mismo, olvidarme de ser el que soy... por ser como soy.

Con mucha probabilidad sea cierto que desee olvidarme de mí mismo, pero seguramente lo es en la misma medida en la que Kant quería olvidar a su criado Lampe cuando este último perdió la vida. Cuentan los exégetas que para olvidarlo, y porque le obsesionaba su ausencia recién muerto, decidió colocar en su escritorio, donde pasaba prácticamente todo el tiempo, la siguiente nota recordatoria: “olvidar a Lampe”.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Adso, somos débiles, por tanto: volubles, contradictorios, alterables , caprichosos. La debilidad nos hace esclavos... la indolencia quizá, algo menos. Pero te imaginas qué vida más triste esa, la del indolente! ¡Viva la debilidad! Un abrazo. (Blasin)

Anónimo dijo...

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