Caso uno
El segundo día de estancia ya supe lo que me esperaba en los siguientes, digamos que tres años.
El día anterior me acababa de trasladar a mi nueva casa y me encontraba desembalando trastos cuando por primera vez lo escuché. El sonido procedía de arriba y se trataba sin duda de un aprendiz de oboe. Reconocí de inmediato ese peculiar y asordinado sonido del instrumento aun a pesar de la manifiesta torpeza que mostraba su ejecutante. Esto, como digo, sucedió el primer día, el día de mi llegada. Por eso, cuando a la misma hora del día siguiente comenzó a sonar ese instrumento cuyo sonido se expandía nítidamente a través de una galería interior, supe que eso era lo que me esperaba durante el transcurso de los, digamos siguientes tres años.
Efectivamente, la casualidad quiso que un vecino se decidiera a tocar un instrumento en el mismo momento que yo me mudaba al piso de abajo. O al revés. Con una tenacidad digna de envidia, todos los días realizaba sus ejercicios, los mismos todos los días. Grupos de tres notas que se repetían con enfermiza obsesión. Luego de cuatro, en registro grave, todos los días. Con la misma tenacidad, sus primeras escalas, todos los días. Grupos de tres notas, de cuatro, ahora en el registro medio, pero todos los días. A la misma hora.
El tiempo pasaba y los avances eran casi imperceptibles. Pero al parecer no había excusas, todos los días a la misma hora, mi vecino, un chaval de 14 años, dedicaba de dos a tres horas a controlar su diafragma, a leer signos que le eran extraños, a coordinar sus dedos, a aprender, en definitiva el manejo de un instrumento con el que poder hacer música. Si por casualidad yo miraba el reloj y faltaban unos minutos para las cuatro y media, podía imaginármelo abriendo el estuche y montando el instrumentos con sus manitas de adolescente, manitas cuidadosas a la vez que inquietas. Podía imaginármelo ansioso por llegar al fin que tan lejos se divisaba.
Todos los días a la misma hora comenzaba su sesión de ejercicios. Notas largas y graves que de repente se combinaban con notas más agudas. Una y otra vez, de arriba para abajo y de abajo para arriba, todos los días, todas las escalas de abajo para arriba y de arriba para abajo. Sin cejar en su empeño y con una voluntad digna de admiración repetía todos los días las mismas operaciones aun siendo sus avances casi imperceptibles.
Yo lo escucho con una mezcla de envidia y admiración y quizá por ello gozo con los sonidos que el chaval produce con su instrumento, por muy indomesticados que estén aún, después de año y medio de prendizaje intenso. En él se encuentra toda la música. Toda la música se encuentra condensada en su aprendizaje, el aprendizaje que exige todo aquello que necesita aprenderse. Toda la música se encuentra condensada en sus ejercicios: todas la formas de la música, todo el desarrollo histórico de las formas de la música, todas las trasgresiones de las estipuladas formas de la música.
En sus grupos repetitivos de notas más largas y más cortas, más agudas y más graves, ligadas o picadas, se encuentra toda la historia de la música; y en sus errores toda esa misma historia. En sus ejercicios se condensa, no sólo toda la música aprendida sino toda la que le queda por aprender: pura y simple cuestión de tiempo. En sus ejercicios se encuentra ya, no sólo la música con la que aprende, sino toda la música que se formaría a partir de aquella con la que está aprendiendo. Toda la historia de la música está allí, en un aprendiz que todos los días y a la misma hora se planta delante de su problema.
No sé si ya será consciente, debido a su edad, pero a todo ese “sufrimiento” diario, mi vecino tendrá que añadir otro tarde o temprano: el saber que muy pocos son los afortunados que consiguen tocar en una orquesta importante. Por eso, todos los días y a la misma hora monta su instrumento, lo toca durante unas horas, lo limpia y lo guarda para abrirlo media hora más tarde en el Conservatorio y volverlo a tocar, ahora ante el atento oído de alguien que sabe más que él.
Por eso todos los días y a la misma hora toca su instrumento: para aprender a tocarlo.
Caso II
Hacía mucho tiempo que no la veía, digamos que unos cinco o seis años. Me la encontré en la salida del cine. Nos pusimos a hablar, cómo no, de tiempos pasados que no siempre fueron mejores; al menos esa es a la conclusión que llegamos. Me habló de sus nuevas circunstancias personales y me contó cómo estaban los dos amigos con los que compartimos cierta época y tantas experiencias. Le pregunté por sus hijos y me dijo que estaban bien, que le habían salido “bastante buenos”, que el mayor, de 21 años, no era demasiado comunicativo, pero que tampoco le causaba ningún problema.
“Por cierto –me dijo y ahora voy a intentar ser lo más fiel posible a su discurso- no sé si sabes que Carlos está estudiando Bellas Artes y no es que me preocupe en absoluto pero he de reconocer que me tiene un poco desconcertada. Te cuento: cuando me dijo hace dos años que quería ser artista le dije que él era quien tenía que decidir y que si eso era lo que quería, pues adelante. En todo caso, y en mi fuero interno, pensé que lo que podría molestarme de alguna manera serían los olores de sus potingues o el desastre y la suciedad que conlleva tal profesión. Pero resulta que, y ya te digo que lo que estoy es simplemente desconcertada, está apunto de comenzar su tercer curso y, aunque no te lo creas, tiene su habitación tan inmaculada como siempre; es decir, no sólo no está sucia o repleta de trabajos y potingues, sino que además no hay ningún signo por el que pueda saberse que se trata de la habitación de un estudiante de arte. Claro, yo le pregunto, pero como él es como es, me viene a contestar que no lo entendería, o me viene a contar vaguedades que la verdad, no entiendo. La verdad es que no sé qué pensar. No sé que es lo que hace ni sé de qué pretende vivir, lo único que sé es que cuando llega a casa se pone a leer o a escribir notas en una de sus múltiples libretas. Eso sí, de vez en cuando hace fotografías, pero tampoco las revela él, como hacíamos nosotros cuando compartíamos laboratorio en casa de Marisa y César. Lo sé porque a menudo me pide dinero para las copias que encarga a un laboratorio profesional. Un pico, ¿sabes?”.
Todo esto, por supuesto, me lo contaba a mí no por casualidad. Ella, como buena amiga que fue, era sabedora de mi interés por todo aquello que hiciera referencia al mundo del arte. Lo que quería, después de todo, era una explicación que al menos la sacara de su desconcierto. De todas formas, ella tenía una ligera idea, pero no acababa de cuadrarle del todo y por eso requería la opinión de alguien que le pudiera dar una explicación convincente. Yo, por mi parte hice lo que pude y se la di, la explicación, si bien no debió ser muy convincente. Creo que me expresé con claridad, pero el caso es que ella no pareció muy dispuesta a aceptarla. Le vine a decir algo así como que su hijo vivía en el extraordinario mundo de las ideas y que por eso era más o menos Dios, por lo que debía estar, si no tranquila, sí al menos orgullosa.
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