[De vuelta de ver la exposición del artista Weiwei en la Tate Modern]
Una vez más no es en mi caso el arte el motivo de mi reacción. El arte está “ahí” para quien quiera y para quien de alguna manera quiera y pueda servirse de él. La discusión no se encuentra en la validez o invalidez del propio arte, como nos quieren hacer creer los medios que anuncian la controversia y la polémica (formas de venta), sino en el verbo que lo acompaña. O si se quiere en el mismo mundo del arte, que no es otra cosa que todo lo que envuelve al arte si exceptuemos el arte. No es por tanto mi idea elaborar juicios respecto a la pertinencia de tal o cual representación artística. Por muy sospechosa que, por naturaleza, pueda ser.
Como ya he tratado de demostrar en otras ocasiones (tanto aquí en este blog como fuera de él) el arte no es más que un producto mercantil elaborado, en última instancia, por un indefinido pero sospecho entramado político-burocrático. LA libertad del artista creador no es más que un vestigio romántico que se desvanece ante el verdadero Mercado de la misma forma en la que la pureza de Doña Inés se desvanece en brazos de un empresario llamado Don Juan. Mercantil, pues, en la medida en que los beneficios producidos (no necesariamente crematísticos) por el arte del hoy (ofrecido ya sólo desde la Institución) sólo inciden de forma extremadamente tangencial en los espectadores a los que supuestamente va dirigido. O por decirlo de otra forma: el arte del hoy, ahora más que nunca, es sólo el producto de una estrategia empresarial que mezcla Estado y Gran Capital (en diversas proporciones dependiendo del continente), por lo que el arte del hoy sólo puede ser sospechoso, con independencia de las emociones estéticas que suscite en la individualidades. No criticable en la medida en la que nace como producto de la libertad, pero sí sospechoso en la medida en la que cuando se muestra responde siempre a intereses empresariales (de alto nivel). Los artistas del hoy son todos unas doñas ineses; unas novicias que suspiran por el abrazo de un musculoso y cínico protector.
Da capo. Vengo de ver la última pieza del artista Weiwei: cien millones de pipas de porcelana diseminadas por el suelo de la Sala de Turbinas de la Tate Modern. La gracia consiste, pues, en que son cien millones y en que son de porcelana. O por decirlo a la manera estratégico-mediática: mil metros cuadrados ocupados por cien millones de pipas de porcelana producidas a mil km. de Pekín, por 1.600 personas que han trabado en la fabricación más de dos años. Pesan 120 toneladas y ocupan 10 cm. de grosor. ¿Vale?
Una vez dentro me dediqué a lo único que podía: a mi experiencia estética. ¡150 millones de réplicas de pipas a unos cuantos palmos de mis narices! ¡Qué barbaridad!, me iba diciendo a mí mismo, a quién si no. La gracia debe encontrarse en la cantidad, como en los Guiness, me dije, o quizás en el hecho de que estén todas pintadas a mano una a una por 1.600 alienados chinitos. O sea, como en el Guiness. La experiencia de ver tantas réplicas de pipas resulta, en cualquier caso, desconcertante, debido precisamente a las dudas que genera tal empresa. Como en los Guiness.
Mi experiencia reclamaba una explicación a tal propuesta artística. Y yo no soy dado a exigir demasiado en la percepción de una obra de arte, si no lo entiendo de primeras sólo espero que de alguna forma me conmueva sin necesidad de concepto. Pero más allá de que esto suceda o no (algo irrelevante en sí mismo para los demás) trato de entender los motivos por los que una obra de arte de esta magnitud se encuentra en una de las catedrales del arte contemporáneo. La Tate Modern es un súmun del Arte Contemporáneo, así que una de las obligadas reflexiones que plantea toda exposición allí ubicada es la de su pertinencia y necesidad. O por decirlo de otra manera: uno no puede salir de allí sin saber por lo menos qué hay detrás de algo tan trivial como es el amontonamiento de algo tan intrascendente; en definitiva: uno no puede salir de allí no sabiendo qué hay detrás de las apariencias. A no ser que la experiencia le haya conmovido sin concepto, cosa que a mí no me ocurrió.
Por eso me hice tantas preguntas durante el proceso de mi experiencia estética, preguntas vinculadas a los posibles objetivos del histriónico artista. ¿Será que quiere hablarme de algún problema derivado de la política China?, me dije. No creo, me contesté, si bien mirado sería posible que las pipas formaran parte de una posible denuncia contra el régimen chino vinculada a la precariedad de la comida de millones de Chinos, me repliqué e mi mismo, a quién si no. Pero no, no creo que se trate de algo tan burdo, sentencié; sería demasiado burdo, me insistí. Poco después me pregunteé a mí mismo, a quién si no, ¿no será esta una obra que nada tenga de compromiso social y que por tanto deba verse desde el prisma de la misma experiencia estética y de sus categorías propiamente estéticas, lo bello, lo sublime, lo gracioso, lo grotesco…? Puede, me contesté, pero entonces mi opinión valdría tanto como la de cualquier otro (experto). Así, puede, me contesté, pero entonces lo que no entendería sería la intención de la Tate Modern en tanto que Catedral del Arte Contemporáneo, en tanto que conformadora del Zeitgeist. De otra forma no habría diferencias sustanciales entre un Museo y un Parque Temático dedicado a la mazorca o al aceite de oliva.
En realidad no podía carecer de explicación; la misión de las catedrales del Arte es precisamente imponer lo que por tener UNA explicación se acaba imponiendo. Como ya he tratado de demostrar en otras ocasiones (tanto aquí en este blog como fuera de él) el arte no es más que un producto mercantil elaborado, en última instancia, por un indefinido pero sospecho entramado político-burocrático; y responde siempre a intereses empresariales (de alto nivel). Por eso, llego a Valencia después de mi fugaz viaje y en el primer suplemento cultural que cae en mis manos me encuentro ya con la explicación a mis ingenuas demandas.
Dice la crítica del El Cultural del El mundo: “Si bien a nivel visual la obra es literalmente “gris”, a nivel conceptual es extraordinaria”. La cosa promete, me digo a mí mismo a quién si no, y sigo leyendo “Tiene capas y capas de significados”, continúa. “Capas y capas”, me digo, qué intrigante, veamos: “Es una denuncia de las penurias, la carestía de alimentos a las que ese enfrentó durante la etapa más dura del régimen de Mao el pueblo chino… El proyecto es también una demostración de la esquizofrénica situación del buen arte actual, suspendido en el abismo que separa el frívolo mercado –la inauguración coincidió con la semana de la feria Frieze- de las potenciales del arte como agente de transformación social: el encargo ha dado trabajo a muchas personas en situación económica muy comprometida…”
La única pregunta que me queda por hacer una vez resuelto el enigma es, ¿Cuántas Tate Modern caben en un campo de fútbol?
domingo, noviembre 14, 2010
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