Hay hechos que históricamente no adquieren la importancia que se merece hasta que alguien les asigna su merecido protagonismo. Esto que sigue podría ser un texto autobiográfico si no fuera porque no lo es; se trata, simplemente, de poder asignar un mérito a través de lo único que me permite hacerlo: mi experiencia personal. De asignar un mérito a quien se lo merece, haciéndolo, como no podía ser de otra forma, a través de quien de él puede dar fe: yo.
Antes de comenzar mis estudios universitarios mi madre ya reconoció tener un problema conmigo. Los libros que yo había adquirido durante mi adolescencia no cabían en mi habitación y tenían que ocupar otras estancias de nuestra discreta casa. Y la cosa no había hecho más que empezar. Todos mis reyes, mis cumpleaños, mis navidades, mis celebraciones, mis santos etc. se saldaban con libros. Y mi madre siempre estaba dispuesta a gastarse conmigo el poco dinero que tenía si el fin lo merecía. Eran siempre libros de arte y había de todo, de todo lo que en aquella época podía encontrarse; desde un libro de dibujos de Tièpolo encontrado en una librería de saldo a libros monográficos sobre Sunyer o Grau-Garriga. No me era nada fácil encontrar libros de arte porque, primero había pocos en aquella época, segundo se vendían en escasísimas librerías y tercero eran muy caros. Otro problema añadido es que yo era demasiado joven para hojear libros de arte y algunas librerías me lo ponían difícil (no existían las grandes superficies). No les gustaba que los libros caros fueran manoseados por adolescentes barbilampiños y yo nunca tuve la asertividad suficiente para exigir un mejor trato.
Una de mis librerías favoritas se encontraba en un oscuro y poco transitado pasaje comercial de mi ciudad. Como era bastante pequeña tenían la extraña costumbre, a la hora del cierre, de alfombrar el suelo con las últimas novedades de libros vinculados a la imagen, ya fuera de arte o de diseño. Así, la mejor hora para acudir a esa librería antipática era la que se situaba fuera de su horario comercial. Iba allí por la noche, pegaba mi nariz a la luna y me tiraba un buen rato escrutando las portadas e imaginando lo que podían dar de sí sus páginas interiores. Como después era mi madre quien compraba los libros para regalármelos por mi cumpleaños nunca dejó el dueño de tratarme antipáticamente cada vez que entraba a ver un libro. Así él, “¿qué quieres?” Así yo, “hola, buenos días, me gustaría ver un libro que ayer vi expuesto en el suelo cuando la librería se encontraba cerrada”. Así él, “grrrr”. Y después pegaba su barbilla a mi hombro mientras yo hojeaba el libro.
Ya digo, me hice mayor y comencé estudios universitarios (donde aprendí más o menos lo mismo que lo que aprendí haciendo el servicio militar). Mi gran sorpresa de entonces no fue tanto comprobar que prácticamente nadie tenía libros de arte cuanto comprobar que no les hacían ninguna falta. Y no fue tanto comprobar que mis compañeros comenzaban una carrera de la que nada sabían cuanto comprobar, 3 años más tarde, que estos seguían sin necesidad de comprar libros sobre aquella especialidad de estudios que se encontraban cursando. “Son muy caros”, decían invariablemente. Y en eso llevaban razón.
Yo renuncié a muchas cosas por la tenencia de libros, pero lo que ellos me proporcionaban era tan enorme que toda privación era motivo de júbilo. Compraba todo lo que podía y me interesaba casi todo, no necesariamente vinculado al arte de forma estrecha. Libros sobre acuarelistas ingleses, sobre la Hudson River School, sobre el vedutismo veneciano, sobre arte erótico, sobre la talla de madera, sobre Hans Baldung Grien, sobre pinturas de estaciones ferroviarias, sobre Charles Demuth, sobre la historia del mueble, sobre xilografías japonesas, etc. Todos, absolutamente todos, en inglés o francés, cosa que a mí, si he de ser sincero, me la traía al pairo. En aquella época yo sólo quería mirar para aprender, la letra vino después, que como es bien sabido sólo con sangre pudo entrar.
Poco a poco fui especializando mis gustos y por lo tanto acrecentando mis exigencias. Había dos librerías en Madrid, Tórculo y Gaudí (a Barcelona iba a comprar los discos de Jazz), y allí que iba yo ansioso ante la posibilidad de poder encontrar lo que buscaba. Los de Gaudí también me resultaron siempre antipáticos. Me acuerdo que estuve a punto de comprarles un libro sobre el Grand Tour y ellos mismos me quitaron las ganas con su aire despectivo. Recuerdo también que en Tórculo compré uno sobre Egon Schiele, un pintor austriaco que por aquel entonces no conocían aquí en España ni los "angulos" más puestos en Historia. Además tenía en jaque a todos mis amigos viajantes, a los que siempre les daba una lista de los autores que debían buscarme si tenían tiempo para buscarlos en una librería que estaba cerca de la estación de Charing Cross, Londres. Así, por ejemplo, pude ir recopilando información bibliográfica sobre los pintores de la Nueva Objetividad alemana del periodo de entreguerras, libros que jamás habría podido conseguir en España salvo alguna rara excepción. Y así sucesivamente hasta ahora, que aún padezco del mal de esa filia que es patológica. Hace 7 años tuve que comprarme una casa de pueblo para poder dormir en horizontal, pero esa es otra historia.
Pues bien, y volviendo al inicio: sólo alguien que ha vivido esa situación descrita sabe que la verdadera democratización del arte no la han consumado los pretenciosos artistas, ni los empalagosos museos, ni por supuesto los aburridos críticos. La verdadera democratización del arte la ha llevado a cabo TASCHEN.
viernes, noviembre 12, 2010
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