Vengo de haber pasado 6 días por la cornisa cantábrica. Mi idea del viaje no contemplaba la posibilidad de ir las “nuevas” cuevas de Altamira, pero cuando vas acompañado no hay nada como carecer de ideas preconcebidas. Y yo iba acompañado de una amiga.
Así que, suponiendo que a primerísima hora de la mañana no habría mucha gente dispuesta a ver la cueva, decidimos ir al día siguiente de llegar a Comillas. Si no me gusta la visita, por lo menos me divertirá, me digo a mi mismo; sobre todo si tengo en cuenta que yendo a primera hora no habrá casi nadie, me sigo diciendo. Así que madrugamos y llegamos pronto a Santillana del Mar. Y en efecto, parece un pueblo fantasma a esas horas. Me las prometo felices. Hasta los bares están cerrados.
Cogemos el trenecillo que nos acercará a las cuevas: 4 personas íbamos en él cuando su capacidad debe ser de unas 80 personas. Fresco matutino norteño en un día nublado; dos kilómetros de trayecto. Llegando divisamos la cueva, pero no tanto porque sea espectacular la edificación de la nueva Altamira, cuanto porque la gente que hace cola para entrar se divisa desde lejos. Mucha gente en un larga cola multicolor. Nos ponemos a hacerla: además de larga es lenta. Nos dan, junto con el ticket de entrada, un cartoncillo cuya función no logro entender ni aun con las voluntariosas explicaciones de la chica de la ventanilla. En el cartoncillo plastificado pone 11:40.
Entramos en la nueva Altamira y allí comprendo en breves minutos. Una cosa son las cuevas y otra el museo. Sólo pueden verse las cuevas en grupos reducidos y guiados. Hemos llegado las 9:30, pero la visita de nuestro grupo comienza a las 11:40.Veamos pues el museo. Todo lo tecnologizado que han podido hacerlo, claro. Interactivo, cuando es posible, por supuesto. Amontonamiento de gente delante de las vitrinas para ver unos huesecillos.
Le digo a mi compañera que no entiendo cómo los museos atraen a tanta gente que, seguramente, acuden a ellos por estar situados en su ruta turística. Mi compañera lo siente como una afirmación ofensiva y prepotente hacia “la gente”, me llama al orden y me dice que muchas de esas personas que parezco despreciar (¿) se han leído, con toda seguridad, muchos libros sobre la materia y que seguramente por ello saben mucho más que yo. No puedo discutírselo, por lo que decido ir a la cafetería, no sin antes pasar por la tienda-librería del museo. Efectivamente, mi compañera debía llevar razón: la tienda está a rebosar de gente, la cola para pagar en caja se sale de la misma tienda y nadie de todos ellos, nadie, me fijo en ello, hace siquiera el amago de comprar un libro. Todos cargados con camisetas, pañuelos, libretas, pendientes, amuletos, ceniceros, bisontitos, láminas, vasijas, llaveros, vídeos, pantuflas, etc.
Llega nuestra hora y nos recibe el que dice va a ser nuestro guía. A partir de ahora (venimos a saber por sus palabras), todos los conocimientos que nos llevemos a casa serán responsabilidad suya; todo lo que podamos aprender dependerá de él. Y así es: antes de comenzar este pequeño discursillo de presentación ya ha dicho algo que me ha resultado tan revelador como gracioso: “Bienvenidos a la neocueva”. La neocueva, pues. Fantástico. Cartón-piedra a manta. O resina, que viene a ser lo mismo. Todo perfectamente falso. Toda la cueva de mentirijillas.
El guía es alto y sus movimientos son algo deslabazados; tiene todo el aspecto de ser una buena persona, pero carece definitivamente de cualquier atisbo de dotes de seducción. Habla lento, con voz de catedrático cansado y con el rintintín de quien no sabe guardar la oportuna distancia entre dos frases que necesitan una pequeña pausa entre ellas. Lo que no quiere decir otra cosa que se trata de un autómata. La tecnología, de nuevo.
Va desgranando todo su discurso ante un grupo agradecido en el que muchos de ellos asienten constantemente a cabezazos. No cuenta más de lo que podría leerse en un tema de primaria escrito para muchachos imberbes. Y mucho menos de lo que podría leerse en un artículo de cualquier revista de divulgación. La gente parece encontrarse en estado admirativo observando todo aquello que señala con su puntero láser. Unos minutos después de haber entrado en la neocueva somos instados a dejarla en una despedida en la que, ante todo, se nos agradece la visita cultural. “Por la rampa de la derecha, por favor”, nos dice nuestro desangelado neoguía cultural; o mejor: nuestro guía neocultural.
Salgo de la neocueva con una sensación agridulce, la que me provoca el pensar que he salido de una atracción de Port Aventura. Los carteles explicativos iban a consonancia con los que pueden leerse a lado de cualquier montaña rusa. He tenido la ocurrencia de tomar nota. Ante un trozo de cartón-piedra, esto es, de supuesta roca prehistórica (labrada, eso sí, por un comite cintífico-artístico posmoderno) reza la siguiente frase:
“Siempre al grabar o dibujar, la roca ha dejado de ser sólo naturaleza inerte para recibir la vida que alguien aporta en nombre del grupo. Donde antes había piedra ahora hay un animal: ¿hay vida?”.
Es probable, me digo a mi mismo mientras esto transcribo, que la frase pase desapercibida a quien, con toda razón, quiere eliminar de los estudios la asignatura de religión.
Salimos del recinto y decidimos ver el pueblo cuando ya se hace más que insoportable el tráfico humano comprando anchoas y bonito del norte. Tiene que pasar mucho tiempo (varias horas) para que desaparezca de mi cabeza la falsa cueva, esto es, de la neocueva. Me acuerdo de Escohotado cuando dice que la ciencia es desencantamiento del mundo y que por eso la ciencia no interesaba mucho a la gente corriente. La gente no quiere desencantarse, quiere estar encantada. Y lo está.
Así que, suponiendo que a primerísima hora de la mañana no habría mucha gente dispuesta a ver la cueva, decidimos ir al día siguiente de llegar a Comillas. Si no me gusta la visita, por lo menos me divertirá, me digo a mi mismo; sobre todo si tengo en cuenta que yendo a primera hora no habrá casi nadie, me sigo diciendo. Así que madrugamos y llegamos pronto a Santillana del Mar. Y en efecto, parece un pueblo fantasma a esas horas. Me las prometo felices. Hasta los bares están cerrados.
Cogemos el trenecillo que nos acercará a las cuevas: 4 personas íbamos en él cuando su capacidad debe ser de unas 80 personas. Fresco matutino norteño en un día nublado; dos kilómetros de trayecto. Llegando divisamos la cueva, pero no tanto porque sea espectacular la edificación de la nueva Altamira, cuanto porque la gente que hace cola para entrar se divisa desde lejos. Mucha gente en un larga cola multicolor. Nos ponemos a hacerla: además de larga es lenta. Nos dan, junto con el ticket de entrada, un cartoncillo cuya función no logro entender ni aun con las voluntariosas explicaciones de la chica de la ventanilla. En el cartoncillo plastificado pone 11:40.
Entramos en la nueva Altamira y allí comprendo en breves minutos. Una cosa son las cuevas y otra el museo. Sólo pueden verse las cuevas en grupos reducidos y guiados. Hemos llegado las 9:30, pero la visita de nuestro grupo comienza a las 11:40.Veamos pues el museo. Todo lo tecnologizado que han podido hacerlo, claro. Interactivo, cuando es posible, por supuesto. Amontonamiento de gente delante de las vitrinas para ver unos huesecillos.
Le digo a mi compañera que no entiendo cómo los museos atraen a tanta gente que, seguramente, acuden a ellos por estar situados en su ruta turística. Mi compañera lo siente como una afirmación ofensiva y prepotente hacia “la gente”, me llama al orden y me dice que muchas de esas personas que parezco despreciar (¿) se han leído, con toda seguridad, muchos libros sobre la materia y que seguramente por ello saben mucho más que yo. No puedo discutírselo, por lo que decido ir a la cafetería, no sin antes pasar por la tienda-librería del museo. Efectivamente, mi compañera debía llevar razón: la tienda está a rebosar de gente, la cola para pagar en caja se sale de la misma tienda y nadie de todos ellos, nadie, me fijo en ello, hace siquiera el amago de comprar un libro. Todos cargados con camisetas, pañuelos, libretas, pendientes, amuletos, ceniceros, bisontitos, láminas, vasijas, llaveros, vídeos, pantuflas, etc.
Llega nuestra hora y nos recibe el que dice va a ser nuestro guía. A partir de ahora (venimos a saber por sus palabras), todos los conocimientos que nos llevemos a casa serán responsabilidad suya; todo lo que podamos aprender dependerá de él. Y así es: antes de comenzar este pequeño discursillo de presentación ya ha dicho algo que me ha resultado tan revelador como gracioso: “Bienvenidos a la neocueva”. La neocueva, pues. Fantástico. Cartón-piedra a manta. O resina, que viene a ser lo mismo. Todo perfectamente falso. Toda la cueva de mentirijillas.
El guía es alto y sus movimientos son algo deslabazados; tiene todo el aspecto de ser una buena persona, pero carece definitivamente de cualquier atisbo de dotes de seducción. Habla lento, con voz de catedrático cansado y con el rintintín de quien no sabe guardar la oportuna distancia entre dos frases que necesitan una pequeña pausa entre ellas. Lo que no quiere decir otra cosa que se trata de un autómata. La tecnología, de nuevo.
Va desgranando todo su discurso ante un grupo agradecido en el que muchos de ellos asienten constantemente a cabezazos. No cuenta más de lo que podría leerse en un tema de primaria escrito para muchachos imberbes. Y mucho menos de lo que podría leerse en un artículo de cualquier revista de divulgación. La gente parece encontrarse en estado admirativo observando todo aquello que señala con su puntero láser. Unos minutos después de haber entrado en la neocueva somos instados a dejarla en una despedida en la que, ante todo, se nos agradece la visita cultural. “Por la rampa de la derecha, por favor”, nos dice nuestro desangelado neoguía cultural; o mejor: nuestro guía neocultural.
Salgo de la neocueva con una sensación agridulce, la que me provoca el pensar que he salido de una atracción de Port Aventura. Los carteles explicativos iban a consonancia con los que pueden leerse a lado de cualquier montaña rusa. He tenido la ocurrencia de tomar nota. Ante un trozo de cartón-piedra, esto es, de supuesta roca prehistórica (labrada, eso sí, por un comite cintífico-artístico posmoderno) reza la siguiente frase:
“Siempre al grabar o dibujar, la roca ha dejado de ser sólo naturaleza inerte para recibir la vida que alguien aporta en nombre del grupo. Donde antes había piedra ahora hay un animal: ¿hay vida?”.
Es probable, me digo a mi mismo mientras esto transcribo, que la frase pase desapercibida a quien, con toda razón, quiere eliminar de los estudios la asignatura de religión.
Salimos del recinto y decidimos ver el pueblo cuando ya se hace más que insoportable el tráfico humano comprando anchoas y bonito del norte. Tiene que pasar mucho tiempo (varias horas) para que desaparezca de mi cabeza la falsa cueva, esto es, de la neocueva. Me acuerdo de Escohotado cuando dice que la ciencia es desencantamiento del mundo y que por eso la ciencia no interesaba mucho a la gente corriente. La gente no quiere desencantarse, quiere estar encantada. Y lo está.
5 comentarios:
Bravo Alberto. Estuve en la neocueva hace tres años con mis alumnos de la Escuela y casi me da un soponcio. Llevé cámara de fotos en vez de cuaderno de notas, y me dolió no haber escrito nada. Y por no hacer, ni compartí siquiera las fotos que hice. Tu relato cura mi pereza, así que lo hago mío punto por punto.
Por cierto ¿cómo pudiste esperar tanto tiempo para entrar? Recuerdo que el bar, -como suele ser normal en casi todos los neomuseos-, era inmundo.
Hay que saber con quien y adonde ir de vacaciones, lo mismo pasa a la hora de elejir donde perder el tiempo y despues seguir perdiendo el mismo, tanto intentando hacer una critica "artistica-social-cultural" de un fracaso-individual. Y lo peor de todo, haciendo perder nuestro tiempo.
Sigue asi.
Jajaaa, usuario anónimo de la 1:23 PM, octubre 03, 2006, y lo mismo pasa a la hora de elegir si escribes con jota o con ge: que hay que saber elegir, o para eso no hace falta?... Bueno... pensando pensando... fue Octavio Paz quien dijo que elegir era equivocarse? pues anda que va a ser verdad, mira tú...
ROMA. Tu eres el erudito.Me encanta ver que cuando a uno le joden solo le queda, fijarse en las faltas de ortografía.
Pozí, azí es, jajajaaaa, fijarme en las faltas de ortografía es lo mío, y me temo que es incurable.
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