A veces uno no busca las cosas sino que se las encuentra. Aunque exista cierto deseo de encontrarse algo cuando uno realiza un movimiento concreto y premeditado. En cualquier caso, no es lo mismo entrar en una galería de arte porque deseas hacerlo debido al placer que esperas, que entrar porque ciertas circunstancias te empujan de alguna manera a ello. La curiosidad, por ejemplo. En este caso lo hice porque siempre he pensado que para hablar de algo hay que comenzar por estar informado. Y a mí siempre me han interesado las cuestiones que rodean al Arte. Una perversión como otra cualquiera.
Para regresar a Valencia desde Badajoz tomé la decisión de hacerlo pasando por Madrid, lo que me permitiría pasar unas horas en el foro. Así fue como me encontré subiendo las escaleras de la galería Juana de Aizpuru. No sin haber visitado otras galerías circundantes al epicentro aizpúreo. Porque, guste o no e independientemente de que el tamaño tenga o no importancia, hay que reconocer que la “Juana de ARCO” es la Juana más grande de España (con su tocado espinoide rondará el metro ochenta largos). Es decir, puestos a saber qué es lo que se cuece en el mundo del Arte, siempre será más instructivo ir a Juana de Aizpuru que ir a Sen o a Max Estrella o a Moriarty (todas ellas vecinas).
Vale la pena visitar la citada galería aun cuando fuera sólo por tener que atravesar el patio de entrada y subir las escaleras de madera corroída. Y por poder contar con la suerte de ver a su directora a través de la puerta entreabierta de su despacho. Algo que sucede en ciertas ocasiones. La exposición podrá gustar más o menos dependiendo de demasiados factores, pero subir esas escaleras y poder espiar los movimientos del mito no tiene parangón alguno con la mejor de las posibles exposiciones.
En esta ocasión la suerte estuvo conmigo. No sólo pude verla sino que pude hacerlo sin que ella se percatara de mi presencia; pude espiarla. La exposición era de fotografías, lo cual no tiene nada de extraño si sabemos que el mundo del Arte, siempre tan preocupado por lo original y lo único, se aferra a las tendencias como un niño a las chucherías. Así pues, fotografías. Pero no fotografías “normales”, no, fotografías diferentes. ¿Que por qué diferentes? Pues fundamentalmente diferentes por lo que marca las diferencias entre una fotografía doméstica y una fotografía que se vende a 9.000 euros: por el tamaño. Que sí importa. Y mucho. Esto es: por el precio.
Ya digo, enormes: medirían 3 metros por su lado más largo. Y representaban, supongo, lo que la autora había querido representar. Algo que debía quedar claro en ese espacio oscuro dedicado a la proyección del tan previsible como necesario audiovisual.
Me introduje en la sala oscura donde se proyectaba la película. Se trataba de un plano secuencia en el que una mujer bailaba. La mujer se movía la ritmo de una música que el espectador no escuchaba. Se encontraba en pleno campo abierto, con la línea de horizonte a lo lejos y con una carretera, detrás de ella, por la pasaban vehículos de vez en cuando. En esto consistía la película cuando empecé a verla. Al cabo de 5 minutos la película consistía en lo mismo: la mujer seguía bailando y por detrás de ella pasaba de vez en cuando un vehículo. Y a los 10 minutos. Llegado este punto, cambié de posición para poder espiar a la dueña y directora de forma más discreta, algo mucho más excitante a la par que instructivo. En cualquier caso, no por todo ello dejé de estar pendiente de la evolución del mediometraje, que continuaba mostrando lo que seguramente representaba una buena idea. 15 minutos y la cosía no mejoraba.
Así son los artistas: gente con buenas ideas a quienes se le permite realizar productos a condición de que sigan pareciendo el resultado de sus buenas ideas. Se me ocurre que la película de la bailarina podía ser una buena secuencia para iniciar una película de cine, una secuencia que fuera adquiriendo sentido en función de una trama, una trama no necesariamente vinculada a esa secuencia de forma evidente.
Para regresar a Valencia desde Badajoz tomé la decisión de hacerlo pasando por Madrid, lo que me permitiría pasar unas horas en el foro. Así fue como me encontré subiendo las escaleras de la galería Juana de Aizpuru. No sin haber visitado otras galerías circundantes al epicentro aizpúreo. Porque, guste o no e independientemente de que el tamaño tenga o no importancia, hay que reconocer que la “Juana de ARCO” es la Juana más grande de España (con su tocado espinoide rondará el metro ochenta largos). Es decir, puestos a saber qué es lo que se cuece en el mundo del Arte, siempre será más instructivo ir a Juana de Aizpuru que ir a Sen o a Max Estrella o a Moriarty (todas ellas vecinas).
Vale la pena visitar la citada galería aun cuando fuera sólo por tener que atravesar el patio de entrada y subir las escaleras de madera corroída. Y por poder contar con la suerte de ver a su directora a través de la puerta entreabierta de su despacho. Algo que sucede en ciertas ocasiones. La exposición podrá gustar más o menos dependiendo de demasiados factores, pero subir esas escaleras y poder espiar los movimientos del mito no tiene parangón alguno con la mejor de las posibles exposiciones.
En esta ocasión la suerte estuvo conmigo. No sólo pude verla sino que pude hacerlo sin que ella se percatara de mi presencia; pude espiarla. La exposición era de fotografías, lo cual no tiene nada de extraño si sabemos que el mundo del Arte, siempre tan preocupado por lo original y lo único, se aferra a las tendencias como un niño a las chucherías. Así pues, fotografías. Pero no fotografías “normales”, no, fotografías diferentes. ¿Que por qué diferentes? Pues fundamentalmente diferentes por lo que marca las diferencias entre una fotografía doméstica y una fotografía que se vende a 9.000 euros: por el tamaño. Que sí importa. Y mucho. Esto es: por el precio.
Ya digo, enormes: medirían 3 metros por su lado más largo. Y representaban, supongo, lo que la autora había querido representar. Algo que debía quedar claro en ese espacio oscuro dedicado a la proyección del tan previsible como necesario audiovisual.
Me introduje en la sala oscura donde se proyectaba la película. Se trataba de un plano secuencia en el que una mujer bailaba. La mujer se movía la ritmo de una música que el espectador no escuchaba. Se encontraba en pleno campo abierto, con la línea de horizonte a lo lejos y con una carretera, detrás de ella, por la pasaban vehículos de vez en cuando. En esto consistía la película cuando empecé a verla. Al cabo de 5 minutos la película consistía en lo mismo: la mujer seguía bailando y por detrás de ella pasaba de vez en cuando un vehículo. Y a los 10 minutos. Llegado este punto, cambié de posición para poder espiar a la dueña y directora de forma más discreta, algo mucho más excitante a la par que instructivo. En cualquier caso, no por todo ello dejé de estar pendiente de la evolución del mediometraje, que continuaba mostrando lo que seguramente representaba una buena idea. 15 minutos y la cosía no mejoraba.
Así son los artistas: gente con buenas ideas a quienes se le permite realizar productos a condición de que sigan pareciendo el resultado de sus buenas ideas. Se me ocurre que la película de la bailarina podía ser una buena secuencia para iniciar una película de cine, una secuencia que fuera adquiriendo sentido en función de una trama, una trama no necesariamente vinculada a esa secuencia de forma evidente.
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