Eran las 10:30 de la noche del domingo y llegaba a Badajoz después de un viaje de 11 horas. Allí estaba Montoya esperándome en el andén, con ese especie de bolso-cartera (rectangular pero con la sujeción por el lado estrecho), ese bolso-cartera sin el que ya no le he vuelto a ver. Le conocí en persona unos cuantos años antes y en un rato. Un tipo curioso que iba muy bien acompañado: ésa fue mi percepción de aquel lejano encuentro. Ahora estábamos dirigiéndonos, juntos y en su tierra, a cenar a casa de una amiga suya que nos esperaba. El viaje había sido innecesariamente largo, pero no tanto debido a la distancia del trayecto (desde Valencia) como debido a la lentitud de la marcha. Y todo lo que sucede en la lentitud tiñe las circunstancias de un aire melancólico que acrecienta los estados perceptivos.
Cenamos en la casa de su amiga, que se encontraba en las afueras de Badajoz. Una casa de construcción reciente y moderna en el sentido más literal de la palabra. Tan moderna que su dueña estuvo a punto de renunciar a ella en los primeros compases de su convivencia. Por miedo: se sentía observada desde todos esos inmensos vanos acristalados que comunican con el exterior desde cualquier punto de la casa. Cenamos, pues, como observados desde el exterior, y después de una breve charla la dueña nos invitó a abandonar la casa con el incuestionable argumento de que al día siguiente tenía que trabajar. Montoya, sin embargo, y porque puede, había estado trabajando duramente la semana anterior a mi visita con el fin de poderme dedicar al completo los tres días de mi estancia en Badajoz. Nos fuimos de la casa de Eulalia y dejamos a sus dos inmensos perros negros ladrando hasta no se sabe cuándo.
Me llevó al hotel en donde iba a pasar las tres noches por él contratadas y se despidió hasta la mañana siguiente, hasta la hora en la que vendría a recogerme. Todo había resultado un tanto precipitado. O eso me pareció a mí, que venía de un viaje parsimonioso. En cualquier caso y en contra de lo que pudiera parecer, ese aspecto de precipitación (cenar nada más llegar y retirarnos súbito a nuestros diversos y respectivos aposentos) confería a la situación un punto de sosiego: resultaba oportuno un lapsus de tiempo entre los saludos y las conversaciones que inevitablemente nos deparaba el encuentro programado. Así, durante la primera noche, poco más que saludos protocolarios -pero afectuosos- y una cena en las afueras.
A la hora concertada llegó en su destartalado coche. Después de un café nos encaminamos a su estudio, no sin dejar de manifestarme su desconcierto ante mi obsesión por ver sus originales fotográficos. “Pero si eso es lo que quieres –me dijo-, te vas a hartar”, a lo que yo respondí, “sólo me hartaré si me decepcionan, cosa que dudo”. Y estos son los retos que le gustan a Montoya, una de las personas con la autoestima más alta que conozco, una autoestima desproporcionada, posiblemente. Dice de sí mismo ser indestructible, algo que debe a las enseñanzas de su padre, quien entre otras cosas le enseñó a tener paciencia. Eso al menos dice él. Yo, me lo creo.
Dados los recientes avances tecnológicos en fotografía digital quizá ahora suene raro hablar de positivos y negativos, pero hasta hace apenas unos pocos años la fotografía necesitaba de la labor del laboratorio de productos químicos para existir. Pues bien, habiendo dejado claro que la fotografía de Montoya es fotografía en blanco y negro positivada en laboratorio tradicional por él mismo, sólo quedaría por aclarar que no todos los buenos fotógrafos son expertos positivadores. Para ser un buen positivador hace falta un sentido del tiempo distendido, relajado; hace falta tener paciencia, la paciencia que a Montoya le sobra, sea por las enseñanzas recibidas del padre o por las aprendidas por sí mismo en base a sus necesidades.
Me enseñó las tres primeras; tres fotos en blanco y negro a gran formato. No sé lo que a la postre serán esas fotos, pero de lo que no hay duda es de lo que me provocan. Sólo después de ver las tres primeras sentí una agresión poco compasiva con mis creencias. No con creencias asociadas a algún tipo de fe personal, sino con las creencias acerca del conocimiento sobre mí mismo. Aún sabiendo que el problema de la identidad es complejo uno cree conocerse porque cree conocer sus propios límites. Viendo las tres primeras fotos de Montoya tuve una de esas pequeñas revelaciones que te advienen cuando acabas por no reconocerte. Llegué incluso a considerar esas tres fotos como una pequeña venganza hacia mi persona; una venganza esgrimida por aquellos de quienes me burlé por pacatos. Me sentí acosado por mi incertidumbre: dos de esas imágenes representan escenas defecatorias. Y no sabía si me gustaba mucho, poco o nada. Aunque fueran innegablemente bellas.
Las cuestiones escatológicas siempre me han parecido obscenas en el sentido terminológico menos dramático de los posibles. Derivaciones de una educación que incita al pudor y que exige esfuerzo (también sacrificio) en los acometeres personales. Así, las imágenes me proporcionaban, antes que nada, miedo. ¿Cómo puede dar miedo una defecación?, me pregunto ahora, de manera analítica. Sólo se me ocurren respuestas intelectuales y sumamente personales. Un miedo, eso sí, abismal; un miedo atractivo por lo que de inexplicable tiene. Un miedo relacionado con la atracción del abismo. Dos mujeres cagan en sus respectivas dos fotografías y a mí entran ganas de llorar: acabo de recordar que me voy a morir. En una de ellas la mierda en cuestión se encuentra a punto de desprenderse en caída libre. Pero se resiste, y se resiste tanto que nunca llegará a hacerlo, porque ese es el instante decisivo, el que había que salvaguardar para la memoria (según Montoya). Son cosas de la Fotografía, de las fotografías. Todos los instantes (decisivos o no) tienen un antes y un después, pero cuando el instante es congelado por procedimientos fotosensibles el instante se vuelve casi eterno. Esa mierda colgará mientras las sales de plata y el virado al selenio la puedan sostener. Y la mujer que caga se pasará ese mismo tiempo cagando. Con ese esfuerzo tan personal; con ese esfuerzo que provoca esa magnífica y turbadora tensión en sus empeines, tensión que me incita, tampoco sé por qué, al amor.
Un paseo por el amor y la muerte es la forma en la que podría describir mis sensaciones ante las escatológicas fotos del Montoya. El amor imposible y la sensación de fin. Veo esas imágenes y me entretengo mirándolas, escudriñándolas, buscando en ellas lo que no buscaría en imágenes más previsibles. Me descubro atraído por la textura de la piel de la modelo, que me habla de aquel su presente que es ahora eterno gracias a la captura fotosensible. Una textura, la de la piel, que casi me persigue cuando dejo de mirarla.
Cenamos en la casa de su amiga, que se encontraba en las afueras de Badajoz. Una casa de construcción reciente y moderna en el sentido más literal de la palabra. Tan moderna que su dueña estuvo a punto de renunciar a ella en los primeros compases de su convivencia. Por miedo: se sentía observada desde todos esos inmensos vanos acristalados que comunican con el exterior desde cualquier punto de la casa. Cenamos, pues, como observados desde el exterior, y después de una breve charla la dueña nos invitó a abandonar la casa con el incuestionable argumento de que al día siguiente tenía que trabajar. Montoya, sin embargo, y porque puede, había estado trabajando duramente la semana anterior a mi visita con el fin de poderme dedicar al completo los tres días de mi estancia en Badajoz. Nos fuimos de la casa de Eulalia y dejamos a sus dos inmensos perros negros ladrando hasta no se sabe cuándo.
Me llevó al hotel en donde iba a pasar las tres noches por él contratadas y se despidió hasta la mañana siguiente, hasta la hora en la que vendría a recogerme. Todo había resultado un tanto precipitado. O eso me pareció a mí, que venía de un viaje parsimonioso. En cualquier caso y en contra de lo que pudiera parecer, ese aspecto de precipitación (cenar nada más llegar y retirarnos súbito a nuestros diversos y respectivos aposentos) confería a la situación un punto de sosiego: resultaba oportuno un lapsus de tiempo entre los saludos y las conversaciones que inevitablemente nos deparaba el encuentro programado. Así, durante la primera noche, poco más que saludos protocolarios -pero afectuosos- y una cena en las afueras.
A la hora concertada llegó en su destartalado coche. Después de un café nos encaminamos a su estudio, no sin dejar de manifestarme su desconcierto ante mi obsesión por ver sus originales fotográficos. “Pero si eso es lo que quieres –me dijo-, te vas a hartar”, a lo que yo respondí, “sólo me hartaré si me decepcionan, cosa que dudo”. Y estos son los retos que le gustan a Montoya, una de las personas con la autoestima más alta que conozco, una autoestima desproporcionada, posiblemente. Dice de sí mismo ser indestructible, algo que debe a las enseñanzas de su padre, quien entre otras cosas le enseñó a tener paciencia. Eso al menos dice él. Yo, me lo creo.
Dados los recientes avances tecnológicos en fotografía digital quizá ahora suene raro hablar de positivos y negativos, pero hasta hace apenas unos pocos años la fotografía necesitaba de la labor del laboratorio de productos químicos para existir. Pues bien, habiendo dejado claro que la fotografía de Montoya es fotografía en blanco y negro positivada en laboratorio tradicional por él mismo, sólo quedaría por aclarar que no todos los buenos fotógrafos son expertos positivadores. Para ser un buen positivador hace falta un sentido del tiempo distendido, relajado; hace falta tener paciencia, la paciencia que a Montoya le sobra, sea por las enseñanzas recibidas del padre o por las aprendidas por sí mismo en base a sus necesidades.
Me enseñó las tres primeras; tres fotos en blanco y negro a gran formato. No sé lo que a la postre serán esas fotos, pero de lo que no hay duda es de lo que me provocan. Sólo después de ver las tres primeras sentí una agresión poco compasiva con mis creencias. No con creencias asociadas a algún tipo de fe personal, sino con las creencias acerca del conocimiento sobre mí mismo. Aún sabiendo que el problema de la identidad es complejo uno cree conocerse porque cree conocer sus propios límites. Viendo las tres primeras fotos de Montoya tuve una de esas pequeñas revelaciones que te advienen cuando acabas por no reconocerte. Llegué incluso a considerar esas tres fotos como una pequeña venganza hacia mi persona; una venganza esgrimida por aquellos de quienes me burlé por pacatos. Me sentí acosado por mi incertidumbre: dos de esas imágenes representan escenas defecatorias. Y no sabía si me gustaba mucho, poco o nada. Aunque fueran innegablemente bellas.
Las cuestiones escatológicas siempre me han parecido obscenas en el sentido terminológico menos dramático de los posibles. Derivaciones de una educación que incita al pudor y que exige esfuerzo (también sacrificio) en los acometeres personales. Así, las imágenes me proporcionaban, antes que nada, miedo. ¿Cómo puede dar miedo una defecación?, me pregunto ahora, de manera analítica. Sólo se me ocurren respuestas intelectuales y sumamente personales. Un miedo, eso sí, abismal; un miedo atractivo por lo que de inexplicable tiene. Un miedo relacionado con la atracción del abismo. Dos mujeres cagan en sus respectivas dos fotografías y a mí entran ganas de llorar: acabo de recordar que me voy a morir. En una de ellas la mierda en cuestión se encuentra a punto de desprenderse en caída libre. Pero se resiste, y se resiste tanto que nunca llegará a hacerlo, porque ese es el instante decisivo, el que había que salvaguardar para la memoria (según Montoya). Son cosas de la Fotografía, de las fotografías. Todos los instantes (decisivos o no) tienen un antes y un después, pero cuando el instante es congelado por procedimientos fotosensibles el instante se vuelve casi eterno. Esa mierda colgará mientras las sales de plata y el virado al selenio la puedan sostener. Y la mujer que caga se pasará ese mismo tiempo cagando. Con ese esfuerzo tan personal; con ese esfuerzo que provoca esa magnífica y turbadora tensión en sus empeines, tensión que me incita, tampoco sé por qué, al amor.
Un paseo por el amor y la muerte es la forma en la que podría describir mis sensaciones ante las escatológicas fotos del Montoya. El amor imposible y la sensación de fin. Veo esas imágenes y me entretengo mirándolas, escudriñándolas, buscando en ellas lo que no buscaría en imágenes más previsibles. Me descubro atraído por la textura de la piel de la modelo, que me habla de aquel su presente que es ahora eterno gracias a la captura fotosensible. Una textura, la de la piel, que casi me persigue cuando dejo de mirarla.
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