Como en tantas otras cosas, el Arte ha sufrido cambios más que sustanciales de 15 años a esta parte. (Lo que sigue es un fragmento del libro inédito Lo patético del Arte).
El cambio (resumen muy pequeño). El Arte ha pasado en pocos años, de ser el residuo de una cultura elitista a ser aquello que se sabe como un gran negocio por explotar (no sólo desde el punto de vista crematístico).
Pero el cambio, aunque ahora lo sintamos como brutal, fue siendo paulatino mientras se realizaba en breve espacio de tiempo. Fue a mediados de los ochenta cuando se comenzaron a sentar las bases de un periodo que sería muy distinto del precedente. Las nuevas exigencias provenían, claro, del capital y de la clase dirigente, más en común unión que nunca; por fin ambos se fundían y confundían. A principios de los noventa (anteayer) las galerías de Arte pasaban por una crisis cuyo origen se encontraba en los cambios que se estaban produciendo a escala mundial (guerras, globalización, emigración masiva, nuevas tecnologías). El Arte hasta esos momentos se producía muy lentamente: los artistas exponían en galerías y cuando su currículum no daba lugar a dudas, es decir, después de muchos años, se le hacía una retrospectiva y se le editaba un libro. Pocos libros pues sobre artistas contemporáneos. La clave de entendimiento de esa época ya periclitada se encuentra en el concepto de lentitud, que se encuentra estrechamente vinculado al de cantidad. Cuanto más lento es el proceso de legitimación del artista es menor la cantidad de artistas que se legitiman. Por el contrario, a mayor velocidad en la legitimación del artista, más son los artistas que se necesita legitimar. Y eso fue exactamente lo que sucedió: allá por principios de los noventa, un galerista conocido que llevaba ya entonces 22 años en la divulgación del Arte Contemporáneo me lo dijo: “No puedo competir con la Institución. Yo no puedo más que ofrecerles una exposición y a duras penas, mientras que la Consellería de Cultura no sólo se la ofrece itinerante sino que además le publica un catálogo a todo color”. Llevaba razón el galerista. Hacía no mucho tener una publicación sobre la propia obra era el privilegio de unos pocos que habían tenido que luchar durante años, ahora, sin embargo, raro era el alumno de Bellas Artes que no acaba su carrera con una o varias publicaciones sobre su Obra. Publicaciones, eso sí, con textos protocolarios a manta y con logotipos en contracubierta de todo pelaje.
Así fue como el Arte pasó a ser algo puramente administrativo: aprovechando la crisis del Arte entendido como algo elitista y casi privativo, a la clase dirigente (fuere cual fuere y fuera donde fuera, cosas de la globalización)) se le ocurrió la brillante idea de utilizarlo como Imagen (la importancia de la imagen, entendida como aquello por lo que los demás nos reconocen, es un concepto plenamente posmoderno). Y por otra parte, a las multinacionales, siempre tan bien avenidas con la clase dirigente, se les ocurrió, ¡también y simultáneamente!, que el Arte podía ser una buen forma de lavar... su Imagen. De esta forma, ya se habían dado las premisas suficientes para que el mundo del Arte no fuera lo que hasta entonces había sido. Sobre todo si tenemos en cuenta que quien podía no estar muy de acuerdo con el cambio, el Artista, lo asumió con auténtico regocijo y satisfacción. Siempre tan comprometido Él... consigo mismo.
Así, y pasado ese primer momento de desconcierto que llega después de un cambio de paradigma, las Consejerías de Cultura fueron afianzándose como productoras principales de casi todas las iniciativas relacionadas con el Arte. Y mientras las Consejerías de Cultura comprobaban lo fácil, barato y rentable que les salía comprar a los artistas más comprometidos (comprometidos con su tiempo, según ellos mismos), las más importantes galerías privadas se vieron obligadas a buscar nuevos clientes. Con el tiempo, y en un proceso digno de ser estudiado en monográfico, los mejores clientes de las pocas galerías que subsistieron acabaron siendo, precisamente, las Instituciones políticas así como las mejores macroempresas y multinacionales (que tan bien se llevan con los dirigentes políticos cuando quieren lavar su imagen mientras proporcionan beneficios a dichos dirigente con tanta higiene).
Post Scriptum. Vengo de ver una exposición en una de las más conspicuas salas dependientes de la Diputación valenciana. Una de esas exposiciones espectaculares que tan discretamente pagamos todos los valencianos. La conversación que al respecto de dicha exposición mantengo con un amigo es una conversación que llevamos repitiendo ad nauseam desde hace varios años y se puede resumir de la siguiente forma:
El cambio (resumen muy pequeño). El Arte ha pasado en pocos años, de ser el residuo de una cultura elitista a ser aquello que se sabe como un gran negocio por explotar (no sólo desde el punto de vista crematístico).
Pero el cambio, aunque ahora lo sintamos como brutal, fue siendo paulatino mientras se realizaba en breve espacio de tiempo. Fue a mediados de los ochenta cuando se comenzaron a sentar las bases de un periodo que sería muy distinto del precedente. Las nuevas exigencias provenían, claro, del capital y de la clase dirigente, más en común unión que nunca; por fin ambos se fundían y confundían. A principios de los noventa (anteayer) las galerías de Arte pasaban por una crisis cuyo origen se encontraba en los cambios que se estaban produciendo a escala mundial (guerras, globalización, emigración masiva, nuevas tecnologías). El Arte hasta esos momentos se producía muy lentamente: los artistas exponían en galerías y cuando su currículum no daba lugar a dudas, es decir, después de muchos años, se le hacía una retrospectiva y se le editaba un libro. Pocos libros pues sobre artistas contemporáneos. La clave de entendimiento de esa época ya periclitada se encuentra en el concepto de lentitud, que se encuentra estrechamente vinculado al de cantidad. Cuanto más lento es el proceso de legitimación del artista es menor la cantidad de artistas que se legitiman. Por el contrario, a mayor velocidad en la legitimación del artista, más son los artistas que se necesita legitimar. Y eso fue exactamente lo que sucedió: allá por principios de los noventa, un galerista conocido que llevaba ya entonces 22 años en la divulgación del Arte Contemporáneo me lo dijo: “No puedo competir con la Institución. Yo no puedo más que ofrecerles una exposición y a duras penas, mientras que la Consellería de Cultura no sólo se la ofrece itinerante sino que además le publica un catálogo a todo color”. Llevaba razón el galerista. Hacía no mucho tener una publicación sobre la propia obra era el privilegio de unos pocos que habían tenido que luchar durante años, ahora, sin embargo, raro era el alumno de Bellas Artes que no acaba su carrera con una o varias publicaciones sobre su Obra. Publicaciones, eso sí, con textos protocolarios a manta y con logotipos en contracubierta de todo pelaje.
Así fue como el Arte pasó a ser algo puramente administrativo: aprovechando la crisis del Arte entendido como algo elitista y casi privativo, a la clase dirigente (fuere cual fuere y fuera donde fuera, cosas de la globalización)) se le ocurrió la brillante idea de utilizarlo como Imagen (la importancia de la imagen, entendida como aquello por lo que los demás nos reconocen, es un concepto plenamente posmoderno). Y por otra parte, a las multinacionales, siempre tan bien avenidas con la clase dirigente, se les ocurrió, ¡también y simultáneamente!, que el Arte podía ser una buen forma de lavar... su Imagen. De esta forma, ya se habían dado las premisas suficientes para que el mundo del Arte no fuera lo que hasta entonces había sido. Sobre todo si tenemos en cuenta que quien podía no estar muy de acuerdo con el cambio, el Artista, lo asumió con auténtico regocijo y satisfacción. Siempre tan comprometido Él... consigo mismo.
Así, y pasado ese primer momento de desconcierto que llega después de un cambio de paradigma, las Consejerías de Cultura fueron afianzándose como productoras principales de casi todas las iniciativas relacionadas con el Arte. Y mientras las Consejerías de Cultura comprobaban lo fácil, barato y rentable que les salía comprar a los artistas más comprometidos (comprometidos con su tiempo, según ellos mismos), las más importantes galerías privadas se vieron obligadas a buscar nuevos clientes. Con el tiempo, y en un proceso digno de ser estudiado en monográfico, los mejores clientes de las pocas galerías que subsistieron acabaron siendo, precisamente, las Instituciones políticas así como las mejores macroempresas y multinacionales (que tan bien se llevan con los dirigentes políticos cuando quieren lavar su imagen mientras proporcionan beneficios a dichos dirigente con tanta higiene).
Post Scriptum. Vengo de ver una exposición en una de las más conspicuas salas dependientes de la Diputación valenciana. Una de esas exposiciones espectaculares que tan discretamente pagamos todos los valencianos. La conversación que al respecto de dicha exposición mantengo con un amigo es una conversación que llevamos repitiendo ad nauseam desde hace varios años y se puede resumir de la siguiente forma:
¡Cuántos profesionales buenos hay que cobran por hacer más o menos bien su trabajo y con qué pocas pretensiones viven más o menos bien de su profesión!
El laboratorio que ha hecho las impresiones fotográficas a gran tamaño ha cobrado por hacer su trabajo.
El diseñador del catálogo ha cobrado por hacer su trabajo.
El impresor del catálogo ha cobrado por hacer su trabajo.
El técnico del macrovídeo que se proyecta ha cobrado por hacer su trabajo.
Los que han alquilado la tecnología necesaria para llevar a cabo la macroproyección han cobrado por su servicio.
El jefe de mantenimiento de la sala ha cobrado por hacer su trabajo.
El transportista que ha llevado las obras a su lugar de exhibición ha cobrado por hacer su trabajo.
El comisario ha cobrado por hacer su ¿trabajo?
La empresa de catering ha cobrado por su servicio, es decir, por hacer su trabajo.
Las azafatas han cobrado por estar allí, es decir, por hacer su trabajo.
La directora de la sala lleva cobrando por hacer su trabajo desde que es directora de la sala.
Así: no sé si ser artista es ser un trabajador, pero el ÚNICO que ha hecho todo por vanidad es el propio artista.
1 comentario:
(hummm... muy bueno, zí, pozí, azí es, zí zeñó, enzima ezo, enzima vanidad... todo vanidad, nada más que vanidad. !Al diablo con la vanidad!... ze nota que no eztoy de ezo que llaman humor??)
Ahora en serio: un saludo!
Publicar un comentario