Hay cosas que nunca cambian. O mejor, hay estrategias que nunca fallan.
Recuerdo que cuando era estudiante había un tipo de alumno al que admiraba. Se trataba del alumno que demostraba ser conocedor de las estrategias de persuasión más efectivas, algo que nada tenía que ver con sus capacidades intelectivas. Dicho de forma directa: admiraba al alumno cuya estrategia consistía en mostrar interés por los estudios, sólo, al final del curso. Lo contrario, dicho sea de paso, de lo que hacía (y hace) la aplastante mayoría de los estudiantes.
Así, por una parte se encontraban los alumnos que comenzaban acudiendo con asiduidad a las clases desde el principio del curso, pero que cuando llegaba la primavera, que es cuando el curso siempre aprieta, entonces, sólo entonces, quizá debido al cansancio acumulado, o a las hormonas, o al calorcito entrante, sólo entonces, digo, se disipaban, se despistaban, remoloneaban, dejaban de asistir a las clases y por ello acababan cazando mariposas en ese final de curso. Y por otra parte se encontraban los que habían tenido el valor de no asistir a las clases durante ¡todo el primer trimestre y parte del segundo!, alumnos que durante 4 meses casi nadie echaba de menos en las aulas, pero que llegada la mitad del curso se ponían a degüello con los estudios hasta hacer olvidar, totalmente, sus primeras y dilatadas ausencias. Y aprobaban siempre. Entre otras cosas porque el calor no afectaba a sus hormonas, hormonas domesticadas durante los primeros cuatro meses de curso.
Se trata de una estrategia perfecta, pero de difícil ejecución. Hace falta asertividad y mucha confianza en uno mismo. Y tesón, y una cierta cara dura que es sabedora de las debilidades humanas. Una estrategia, en definitiva, más ligada al conocimiento de las pasiones humanas que a la confianza en la razón. En efecto, quienes sólo se centraban en el final del curso sabían, quizá de forma inconsciente (o no), que lo que queda en la mente del “otro” (el profesor) siempre es lo último que se dice y hace. Con absoluta independencia de lo que se haya dicho o hecho tiempo atrás. Y por supuesto de lo que no se haya dicho ni hecho. No necesariamente les iba mal a quienes cumplían con el deber diario, pero en cualquier caso sufrían quizá más de la cuenta. Y el desgaste siempre se paga.
Admiraba, pues, a los que confiaban más en la ilusión y la sugestión que en la razón. La razón sirve, sí, pero sólo sirve a su presente continuo. Y esos alumnos lo sabían. Sabían que una nueva novia te hace olvidar a la anterior y que cuando se grita “ha muerto el rey” se grita también “viva el rey”. Sabían que el pasado perfecto no existe cuando sólo existe el presente. Lo sabían, los muy granujas, y vivían como dioses casi todo el año.
Sabían que la razón del ayer no es de nadie hoy, porque es el hoy lo único que cuenta y por tanto lo único que vale. Admiraba, pues, a los que eran, sin saberlo (o sabiéndolo,) seguidores secretos de Teodoro, porque su estrategia se basaba en el conocimiento de las pasiones humanas. Y ese conocimiento les hacía medrar con cierta (o mucha) facilidad en todos los campos. Y los admiraba, sobre todo, porque yo era, sin saberlo, seguidor de Apolodoro, ese filósofo que confiaba en una retórica basada en la razón, en el argumento y en la ciencia. Y no en el embelesamiento, la exaltación y el éxtasis. Y así me iba. Y así me va. Desgastado.
Conclusión en forma de duda: ¿Pisará Zapatero, en breve, un pañuelo palestino delante de algún medio de formación de masas?
Recuerdo que cuando era estudiante había un tipo de alumno al que admiraba. Se trataba del alumno que demostraba ser conocedor de las estrategias de persuasión más efectivas, algo que nada tenía que ver con sus capacidades intelectivas. Dicho de forma directa: admiraba al alumno cuya estrategia consistía en mostrar interés por los estudios, sólo, al final del curso. Lo contrario, dicho sea de paso, de lo que hacía (y hace) la aplastante mayoría de los estudiantes.
Así, por una parte se encontraban los alumnos que comenzaban acudiendo con asiduidad a las clases desde el principio del curso, pero que cuando llegaba la primavera, que es cuando el curso siempre aprieta, entonces, sólo entonces, quizá debido al cansancio acumulado, o a las hormonas, o al calorcito entrante, sólo entonces, digo, se disipaban, se despistaban, remoloneaban, dejaban de asistir a las clases y por ello acababan cazando mariposas en ese final de curso. Y por otra parte se encontraban los que habían tenido el valor de no asistir a las clases durante ¡todo el primer trimestre y parte del segundo!, alumnos que durante 4 meses casi nadie echaba de menos en las aulas, pero que llegada la mitad del curso se ponían a degüello con los estudios hasta hacer olvidar, totalmente, sus primeras y dilatadas ausencias. Y aprobaban siempre. Entre otras cosas porque el calor no afectaba a sus hormonas, hormonas domesticadas durante los primeros cuatro meses de curso.
Se trata de una estrategia perfecta, pero de difícil ejecución. Hace falta asertividad y mucha confianza en uno mismo. Y tesón, y una cierta cara dura que es sabedora de las debilidades humanas. Una estrategia, en definitiva, más ligada al conocimiento de las pasiones humanas que a la confianza en la razón. En efecto, quienes sólo se centraban en el final del curso sabían, quizá de forma inconsciente (o no), que lo que queda en la mente del “otro” (el profesor) siempre es lo último que se dice y hace. Con absoluta independencia de lo que se haya dicho o hecho tiempo atrás. Y por supuesto de lo que no se haya dicho ni hecho. No necesariamente les iba mal a quienes cumplían con el deber diario, pero en cualquier caso sufrían quizá más de la cuenta. Y el desgaste siempre se paga.
Admiraba, pues, a los que confiaban más en la ilusión y la sugestión que en la razón. La razón sirve, sí, pero sólo sirve a su presente continuo. Y esos alumnos lo sabían. Sabían que una nueva novia te hace olvidar a la anterior y que cuando se grita “ha muerto el rey” se grita también “viva el rey”. Sabían que el pasado perfecto no existe cuando sólo existe el presente. Lo sabían, los muy granujas, y vivían como dioses casi todo el año.
Sabían que la razón del ayer no es de nadie hoy, porque es el hoy lo único que cuenta y por tanto lo único que vale. Admiraba, pues, a los que eran, sin saberlo (o sabiéndolo,) seguidores secretos de Teodoro, porque su estrategia se basaba en el conocimiento de las pasiones humanas. Y ese conocimiento les hacía medrar con cierta (o mucha) facilidad en todos los campos. Y los admiraba, sobre todo, porque yo era, sin saberlo, seguidor de Apolodoro, ese filósofo que confiaba en una retórica basada en la razón, en el argumento y en la ciencia. Y no en el embelesamiento, la exaltación y el éxtasis. Y así me iba. Y así me va. Desgastado.
Conclusión en forma de duda: ¿Pisará Zapatero, en breve, un pañuelo palestino delante de algún medio de formación de masas?
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