lunes, diciembre 07, 2009

Autómata

No en todo momento, supongo, pero creo que soy un autómata. Podría hacer extensiva esta duda respecto al resto de los seres humanos, pero no me atrevo. Es decir, podría afirmar que los seres humanos somos autómatas la mayor parte de nuestras vidas, pero no me atrevo siquiera a sugerirlo por miedo a que la gente me malinterprete. Por eso digo que yo, a veces, quizá demasiadas, creo que soy un autómata. Hago lo que por inercia tengo que hacer y lo hago como quien lo hace por inercia. Nada que ver con la posibilidad de estar predestinado, ni con la cuestión del libre albedrío. Es más, el automatismo, al menos tal y como aquí lo entiendo, reivindica al sujeto como ser real y niega que su existencia dependa de algún complicado constructo lingüístico.

No, mi automatismo es más bien de índole interpretativo. Siento que represento, quizá en demasiadas ocasiones, un papel. De hecho, cuando me alejo de mi mismo para observarme, me disgusto. Y me soporto con dificultad. Prefiero por tanto alejarme de mí mismo lo menos posibles aun cuando sé que se trata de un ejercicio sano y necesario. La cuestión es tener consciencia de que, como al alimón decían Samuel Becket y Buster Keaton, ser es ser percibido. Algo que, en caso de que fuera cierto, no deberíamos pasar por alto a la ligera. De hecho, el tan extendido miedo “al otro” tan propio de las civilizaciones religiosas o decadentes no es más que la representación del máximo exponente del miedo: el miedo a uno mismo. El problema de los fundamentalistas y de los buenistas es que jamás toman distancia para verse a sí mismos. Los primeros por su necesidad de coquetear con la maldad y los segundos por sus incondicionales adhesiones a la estupidez. A propósito, no está de más recordar que el verdadero peligro se encuentra, tal y como avisaba el economista Cipolla (Las leyes fundamentales de la estupidez humana), en los segundos. Contra los primeros cabe la fuerza moral, contra los segundos no hay quien pueda. Nada hay más peligroso que un autómata estúpido.

Resulta difícil discernir entre el automatismo obvio y el encubierto, pero en cualquier caso se encuentran ambos presentes en el sujeto de forma simultánea o alternada. Cuando creemos no representar un papel lo que hacemos es, sencillamente, representar otro. Y sin desdoblarse, o sea, sin necesidad de dejar de ser uno mismo. Porque, como digo, no es una cuestión del ser sino de representación del ser.

Hace unos cuantos años trabajé, ¡necesidades mandan!, como una especie de guía cultural de la Fundación Bancaja. Cada exposición, lógicamente, conllevaba la elaboración de un discurso que debía repetir ad-nauseam a montones de grupos de gente. El discurso era siempre el mismo salvando esas pequeñas diferencias que se improvisaban en función del matiz de un recuerdo. Pero esa diferencia nunca era significativa respecto al conjunto del discurso.

En este sentido yo era un autómata. Un actor al que la gente observaba y escuchaba. Ante este tipo de situaciones tan propias de la dramaturgia, lo normal es pensar que los espectadores son entes individuales que se comportan y responden de forma individual. Nada debería hacernos pensar que la percepción de cada oyente particular pudiera encontrarse misteriosamente conectada a todos los demás oyentes hasta el punto de hacer coincidir sus percepciones. O por decirlo de otra forma, nadie tiene derecho a dudar de la particularidad de cada individuo respecto a su sentido de la percepción; nadie tiene derecho a dudar del particular sentido de la percepción de cada individuo. Así, si ser es ser percibido, cada uno me percibía dentro de sus propios y particulares parámetros de percepción. Así, cada uno me percibía “a su manera”. No tengo, repito, derecho a pensar otra cosa. No tengo derecho a pensar, por ejemplo, que todos me percibían de la misma manera.

La cuestión es que gracias a esa experiencia repetitiva comprobé que las cosas no son ni tan fáciles ni tan sencillas. Yo, como digo, repetía el mismo discurso a todos los grupos, sin embargo puedo asegurar que yo no era percibido, después de todo, por la suma de individuos, como la lógica indica, sino por el conjunto. No era percibido por la suma de las individualidades de todos y cada uno de los sujetos, sino, más bien, por el conjunto compacto. Era, en definitiva, percibido colectivamente. Yo repetía el mismo discurso todos los días y sin saber por qué la respuesta era siempre e indefectiblemente una respuesta de conjunto; una respuesta que variaba con cada grupo, pero que no dejaba de ser una respuesta cohesionada. Por decirlo de otra forma: mi mismo discurso no siempre funcionaba de igual manera; o mejor, mi mismo discurso funcionaba de manera muy distinta en según qué grupos. No había forma de que fuera de otra forma. Y mi desasosiego era real porque no conocía los motivos. Había días en los que la respuesta del conjunto era evidentemente interactiva y otros días en las que me parecía estar hablando a un muro de hormigón.

Ante tanta cuita, las casualidades de aquella época me hicieron coincidir en el mismo restaurante, y además mesa con mesa, con dos integrantes del grupo Tricicle y con un tercer personaje del que nada sabía. Coincidimos en uno de los restaurantes donde hacen las mejores paellas valencianas del mundo. Y no se trata de una percepción sólo mía, habida cuenta de la ampliación de local que los dueños se han visto obligados a hacer en función de la desmesurada demanda. Los de Tricicle confesaban a su amigo la perplejidad que experimentaban ante un hecho que para ellos carecía de explicación: nunca sabían cómo iba a reaccionar el público en sus representaciones. La reacción, decían, es siempre imprevisible y no responde a parámetros que puedan ser calculables o que puedan tener una explicación. “Haces lo mismo todos los días -decía uno de ellos-, pero ya desde el principio notas cuándo la sesión va a funcionar y cuándo no. Haces lo mismo siempre, pero ya desde el primer minuto percibes si va a ser de esos días en los que la gente parece predispuesta a la risa o por el contrario va a ser de esos días en los que nada va a funcionar hagas lo que hagas. Es un misterio para el que aún no hemos encontrado explicación”.

¿Será cierto, entonces, que dependemos de los otros, no tanto para poder ser cuanto para poder ser de una determinada manera? ¿Es ser de una determinada manera lo que nos hace ser? ¿Es verdad que sólo podemos ser de la determinada manera con la que nos perciben los otros? La cuestión es que si aceptamos que resulta difícil la comunicación debido al hecho que sólo somos nosotros mismos cuando somos percibidos y además somos percibidos de una determinada manera con independencia de nuestra voluntad, sólo cabe admitir que además de autómata soy idiota en mi esfuerzo de querer comunicar una idea concreta.

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