miércoles, septiembre 20, 2006

Destino Badajoz

Estaba de camino a Badajoz en el único tren que hay directo desde Valencia. Concretamente me encontraba en la cafetería. Con una cerveza y un bocadillo, e intentando leer un periódico que era propiedad de RENFE. Y digo intentando, y digo bien, porque un tipo inquieto con pinta de extranjero situado al otro lado de la mesa me impedía la concentración. Pudo haber sido cosa de mi susceptibilidad, pero no. Mi falta de concentración no respondía a ninguna fantasía. No tardó ni cinco minutos en dirigirse a mí para preguntarme, en inglés, algo tan bobo como que si el tren en el que nos encontrábamos ambos desde hacía un par de horas se dirigía a Granada. Así pues, tanto su inquietud como la mía –provocada por la suya- no eran infundadas, puesto que la pregunta era a todas luces una excusa. De hecho, cuando le contesté que sí dio evidentes muestras de no interesarle la conversación y continuó hablándome, siempre en inglés, de otras cosas. Y aunque todo me pereció, digamos que bien, no pude acabarme el bocadillo, se me atragantó.

Debido a mi insuficiente inglés y a su carácter extrovertido mi postura era casi exclusivamente complementaria. Es decir, mi papel en la conversación consistía en corroborar lo que con sus vehementes maneras venía a ser una crítica a los transportes públicos españoles. No le cabía en la cabeza como un trayecto relativamente corto pudiera tardar tanto en cubrirse con un servicio ferroviario estatal. Yo, ya digo, asentía. E incluso, para hacer más amable la conversación, me indignaba de vez en cuando. En unos instantes parecíamos amigos. Tanto que pidió dos cervezas sin reparar en que yo no me había acabado aún la anterior. Y todo sin quitarse unas “innecesarias” gafas de sol que no me dejaban ver del todo bien sus expresiones.

Llegado un punto, sobre todo teniendo en cuenta su desproporcionada extroversión, comencé a sentirme inquieto. Había algo en el encuentro fortuito que, a partir de cierto momento y sin saber muy bien por qué, comenzó a parecerme cualquier cosa menos fortuito. A pesar de todo, y ante sus previsibles primeras preguntas, a mí no se me ocurrió otra cosa que contestar con toda la ingenuidad de la que soy capaz: siendo absolutamente sincero. Algo que inmediatamente, y sin seguir sabiendo por qué, me pareció un error. Y fue así que le conté que iba a Badajoz fundamentalmente para hacer dos cosas: ver unas fotografías y hacer unas fotografías.

Se presentó como Kevin y me tendió la mano, era de Irlanda e iba a Granada a escribir el guión de su próxima película. Así, resultó ser un director de cine –él así se presentaba, como director cinematográfico- que escribía siempre sus propios guiones y que necesitaba un retiro para hacerlo. Esta vez, según él, Granada. Es decir, esta vez, al parecer, Granada. A mí, he de reconocerlo, me resultaba difícil creerle por demasiadas evidentes razones, las que a mí me parecían suficientes para parecer evidentes. Cosas del desconcierto ante lo imprevisible. El caso es que nos pusimos a hablar de cine. Con esa vehemencia a la que antes he hecho referencia fue elaborando toda una teoría cinematográfica a partir de sus películas favoritas. Efectivamente, parecía saber de lo que hablaba.

Fue entonces cuando apareció, por la puerta junto a la que nos encontrábamos, la que me fue presentada como su mujer, una mujer de muy pocas palabras que inmediatamente se despidió desapareciendo por la otra puerta de la cafetería. Lo que no dejaba de ser extraño, puesto que no parece tener sentido cruzar la cafetería sin hacer uso de ella. Si venía de su vagón, ¿qué sentido podía tener ir a otro que se encontraba en la otra parte del tren? No sé, ya digo, había algo extraño en todo ello. De hecho toda percepción comenzó a estar teñida de una cierta desconfianza. A pesar de encontrarnos en pleno invierno, Kevin llevaba una camiseta de algodón de manga corta que dejaba ver un enorme hematoma morado en la parte superior del brazo. Un “atractivo” hematoma que dirigía mi mirada hasta el punto de despistarme. Un punctum barthesiano.

Continuamos hablando de cine hasta que agotamos nuestras películas favoritas. Y así fue que sucedió de nuevo: dejándome casi con la palabra en la boca se giró y dirigiéndose hacia la barra de la cafetería y andando hacia atrás me preguntó que si quería otra cerveza. Ambos sabíamos que no importaba lo que yo pudiera contestarle. De hecho cuando decidí contestarle él ya se había dado la vuelta y las estaba pagando. Se acrecentó mi inquietud y no sin razones. Yo no le había quitado el ojo de encima y había examinado todos sus movimientos –todos ellos muy teatrales-, por lo que había algo que no me cuadraba: no le había visto beber apenas. Por eso, cuando aún se encontraba pagando despaldas a mí, aproveché para empujar disimuladamente con un dedo la cerveza que se estaba bebiendo. Y efectivamente: la suya estaba llena, totalmente. Así, yo bebiendo para estar a la altura de una generosa invitación y él... no sé, mostrando entusiasmo con mis puntualizaciones cinematográficas. Raro.

No mostraba ninguna intención de abandonar la conversación, y a mí, la verdad, no me importaba. A pesar de mis sospechas estaba disfrutando. ¿Tendría el disfrute algo que ver con la inquietud? Aún no lo sé. Y el hematoma del brazo no dejaba de ser una presencia, casi una superpresencia: tan grande, tan morado. Más que preguntarme cómo se lo habría hecho me preguntaba, no sé por qué, quién se lo habría hecho. Y sus ojos, ¿dónde estaban?, ¿qué miraban?, ¿desde dónde?

Cuando el alcohol había empezado a hacerme un cierto efecto –tres cervezas con el estómago vacío eran demasiadas para mí- me preguntó “¿te gustaría ver mi última película?” a lo que inmediatamente contesté “por supuesto” Y ahí fue donde, de nuevo, sentí que había cometido otro error. Pero sin saber muy bien por qué. El caso es que ni corto ni perezoso se agachó, tomó la bolsa que se encontraba entre sus piernas, la colocó encima de la mesa y me preguntó que si no me importaba vigilarla mientras él iba a su vagón a recoger la película que tenía guardada en formato CD. Yo le contesté que no se preocupara, que me encargaría de cuidar su bolsa.

Así que, llegado a este estado de las cosas me encontraba en la cafetería solo, cuidando una bolsa que no era mía y con la sospecha de haber cometido dos errores. Tal era mi desconcierto que comencé a fantasear, ahora sí, de verdad. Tanto que casi llego a reconocerlos a ambos (Kevin y su mujer) en los andenes de una estación en la que el tren hizo parada mientras yo aguardaba. De hecho no resultaba demasiado descabellado: les había dado la información que habría precisado cualquier timador profesional, y de ahí que me los imaginara huyendo del tren con todo mi equipaje, un equipaje fundamentalmente compuesto por buen material fotográfico. Camino a Badajoz y preocupado me encontraba yo en aquella cafetería. Esperando. Elucubrando. Pero sobre todo esperando.

Quizá no tardara demasiado en llegar pero a mí me pareció que había regresado a Irlanda a buscar su película. Llegó con otro paquete, esta vez más pequeño, un portador de CDs. Lo abrió y empezó a pasar películas en formato CD hasta encontrar la suya. Volvió a preguntarme si verdaderamente me apetecía verla, a lo que contesté, con más firmeza que antes –y valga la paradoja-, que por supuesto. “Se llama Horse y es un mediometraje”, me dijo. “Estupendo”, le contesté. Abrió la otra bolsa, la que había dejado a mi recaudo, y extrajo un ordenador portátil al que le introdujo Horse. Me puso unos auriculares y me dejó al albur de su película.

La película duraba media hora y Kevin dirigía su mirada, de forma alterna, hacia la pantalla y hacia mi cara, seguramente para averiguar qué es lo que yo pensaba. Yo, por otra parte, dirigía mi mirada a la pantalla, pero no sin dejar de sentir la presencia de aquel hematoma con el que me rozaba una vez nos encontrábamos en paralelo viendo la película Horse. Cuando le quería hacer algún pequeño comentario sobre algo que acababa de ver me señalaba la pantalla como pidiéndome concentración en lo que la necesitaba. Y silencio. No me dejaba despistarme.

La vi entera con una calma inquieta, es decir, aparente, y cuando me encontraba leyendo los títulos de crédito la megafonía anunció que los pasajeros debían volver a sus respectivos vagones pues estábamos llegando a Alcázar de San Juan. Efectivamente, el tren se dividía en dos en la citada estación: una máquina con un solo vagón de segunda clase se iría para Badajoz y el resto (no sé cuántos vagones y DOS cafeterías) hacia el sur. Nos teníamos que separar apresuradamente, por lo que apenas nos dio tiempo para comentar su película. Sólo unos efusivos despidos y unas señales de alegría por habernos conocido. Había llegado el momento de la verdad.

Ya estaba todo más o menos claro, pero había llegado el momento de confirmar que mis fantasías no se habían hecho realidad. Porque eso, la realidad, es lo que distingue la conjetura de un hecho real. Hasta ese momento el robo-timo no había sido más que el producto de una fantasía, una fantasía, eso sí, no carente de “argumentos lógicos”. En cualquier caso, había llegado el momento de corroborar que mi bolsa de viaje se encontraba intacta y en su sitio. Llegué y lo comprobé. Y entonces me sentí aturdido: en mi fuero interno se había mezclado un cierto deseo inconfesable con otro deseo mucho más legítimo (pero más vulgar). Así pues, aturdido por decepcionado a la vez que contento.

Continué el viaje. Me quedaban aproximadamente 8 horas de viaje en un tren compuesto por una máquina y un solo vagón de clase turista, sin vídeo, sin megafonía y sin cafetería. Son las cosas de salirte del circuito de las “grandes” provincias; son las cosas de ir a Extremadura. Para saber por qué se requieren 8 horas para cubrir el trayecto de Alcázar de San Juan a Badajoz no había más que asomarse a la parte trasera del único vagón del tren y observar las vías que ibas dejando atrás: puede decirse que la rectitud de las mismas era tan imaginaria como inquietante. De hecho el tableteo del tren era tan acusado que una hora después de haberlo abandonado aún me sobrevenía pequeños, y casi imperceptibles, movimientos convulsos.

De todas formas, la experiencia de la lentitud es toda una experiencia en los tiempos que corren, que corren tanto y tan rápido. No es lo mismo hacer un viaje largo que hacer un viaje innecesariamente largo. Todo lo que sucede en la lentitud se va tiñendo de un aire melancólico que acrecenta los estados perceptivos, así como los comunicativos. Y aprendes más.

1 comentario:

Roma dijo...

Lo he leído muy a gusto.
Ahora bien, te confieso que aunque no sé qué quieres decir con eso de "en mi fuero interno se había mezclado un cierto deseo inconfesable con otro deseo mucho más legítimo (pero más vulgar). ", tengo la sensación de que me ha pasado lo mismo. Qué curioso!