domingo, febrero 28, 2010

Warhol y los síntomas mórbidos

Lo que llevamos entendiendo como Arte desde hace poco más de 200 años está a punto de desaparecer. O por decirlo de otra forma: no se trata de que haya muerto o vaya a morir el Arte, sino de que en breve vamos a entender el término de forma distinta a como lo venimos entendiendo desde hace poco más de 200 años. A finales del XVIII se concretaron las dos vías por las que el Arte debía ser moral o no ser. Dos vías antagónicas y sin embargo muy cercanas. Así fue como el Arte comenzó a ser lo que aún es (aunque por poco tiempo): un producto que se fundamenta en una moral extremadamente cercana a cierta posición ideológica.

El pintor J.L. David se alió con el término justicia y convirtió el Arte en algo necesariamente comprometido (con el progreso). Y poco más tarde Delacroix se alió con el término autenticidad y convirtió el Arte en una religión, es decir una cuestión de creencia en el futuro. En cualquier caso tanto uno como otro imponían un Arte fundamentado en la moral, una moral que con el tiempo sólo podría manifestarse en forma de ideología progresista. Por decirlo de otra forma: la Historiografía del Arte sólo atendería a aquellas Historias del Arte que fundamentaran su discurso en la Fe. Fe en el progreso y Fe en el futuro. Todo lo contrario a una visión más tradicionalista. Así fue, en definitiva, como la Izquierda se convirtió en la albacea del discurso moral que tendría la capacidad de legitimación artística. Considerando la visión tradicionalista necesariamente estática y conservadora y por lo tanto abogando por lo nuevo, lo original, lo epatante, en fin, lo comprometido.

El Arte, pues, lleva más de 200 años tomándose muy en serio a sí mismo. La convicción de ser portadores de bondad hizo de los artistas seres necesariamente comprometidos. O dicho de otra forma: no siendo posible un artista de ideología conservadora todos los aspirantes a artistas prefirieron ser portadores de bondad (ya pintaran para la CIA, ya pintaran para la KGB, ya pintaran para el crítico experto de su barrio). Por lo que todos los artistas acabaron siendo seres humanos comprometidos… con su época. Y por lo que la Historia del Arte no ha podido dejar de ser sino la disciplina que analiza la bondad de cada momento histórico*.

Sólo hubo un momento durante esos 200 años en el que la seriedad fue puesta en entredicho. El Pop Art y más concretamente a través de su genuino y meritorio representante: Warhol. No sé si para bien o para mal ésta fue la única vez que el Arte la daba la espalda a la tiranía despótica de una supuesta ideología progresista, buenista (como sabe quien conoce las críticas formuladas al Pop por parte de los gurús Rosenberg y Greenberg). Todo lo anterior y todo lo posterior a Warhol no han sido más que momentos que representaban lo mismo: autoconsciencia y seriedad. La autoconsciencia de quien se siente en una misión y la seriedad de quien se cree un elegido: una mezcla que sólo propiciaría artistas con “futuro”. Es decir, una mezcla que favorecería a artistas como Courbet y Manet en detrimento de artistas como Vernet o Delaroche. Una mezcla que retorna rápidamente para suturar la fisura abierta por Warhol, con los movimientos más modernos desde el punto de vista moral: el conceptual, el minimal, el land art, el happening, el body art, etc. Incluso en la Posmodernidad el Arte ha seguido eligiendo a artistas que producían “objetos” a los que se les podía seguir asignando la condición de metafísicos. Desde Cindy Sherman a Andreas Gursky.

En cualquier caso llega Warhol y pone las cosas patas arriba, algo que el propio sistema del Arte se encarga, como digo, de corregir rápidamente. Y aun cuando muchos historiadores tengan que hacer filigranas para engranar el Pop en la continuista y progresista forma de entender la Historia del arte. No hay más que remitirse a los discursos de los historiadores para comprobar la poca gracia que tienen para gestionar su desconcierto; dice Edward Lucie-Smith, “El aparente descaro del pop art no debe inducirnos a pensar que es poco erudito, ni su aparente despreocupación a considerarlo no comprometido”. Porque, como ya digo, si por algo se ha caracterizado siempre el Arte, esto es, el Arte Moderno, es por su seriedad pseudomística, por su circunspección mesiánica. Ni siquiera el nihilismo o la agresividad del Dadaísmo fueron ajenos al Gran Plan. De hecho, Tzara habla constantemente de dinero y de burguesía. Su ansia de autodestrucción es sumamente comprometida. Y de ahí que Danto ignore a Duchamp y se centre en Warhol.

Lo que precisamente pasó en aquel cambio de paradigma del XVIII anteriormente citado podría aplicarse al momento actual: “La crisis consiste precisamente en que lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer; en este interregno aparece una gran variedad de síntomas mórbidos” (Gramsci). En efecto, si por una parte aceptamos que las premisas que mueven a muchos jóvenes creadores son muy distintas a las de la tradición moderna y por otra hacemos caso a Gombrich cuando afirma que ya no hay arte sino sólo artistas llegaremos a la conclusión de que estamos en un momento del que poco sabemos. Sólo sabemos lo que vemos: que los creadores actuales están empezando a ignorar las cuestiones ideológicas prescritas a modo de normativa.

Nota. LA “voluntad artísica” de Riegl y el matiz al respecto de Worringer, la dualidad de conceptos de Wölfflin, el psicologismo historicista de Burchardt, el método iconológico de Warburg, el enfoque personalista de Morelli, el idealista de Croce, el biocéntrico de Huyghe, el sicoanalítico de Kris y el sociológico de Francastel no son más que variaciones que confirman que la Historia es una y que el Arte, gracias a esa Historia, ha superado sus pueriles jugueteos con la Belleza para pasar a ser la “expresión y realización del espíritu”. Si a eso le añadimos las variaciones marxistas de Hauser, Plejanov, Lukáks, Antal y Argan…

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