sábado, agosto 25, 2007

De vuelta del País Vasco (3ª parte)

Guggenheim

Desde aquellos primeros pensadores que dieron vida a las categorías estéticas lo sublime se ha venido asociando siempre al asombro. Tal asombro se correspondería con un estado del alma atracado de horror. Bajo mi punto de vista, y matices al margen, seguiría vigente tal concepción de la categoría. Menos afortunada me parecería ya la obsesión de Burke por asociar, a su vez, lo sublime a lo grande. Particularmente no creo que lo grande tenga que ser, por ley, cualidad necesaria para que se de lo sublime. O mejor, no creo que lo grande sea necesario para provocar la pasión del horror. Sí, sin embargo, lo sublime (provenga o no de la naturaleza), entre otras cosas porque queda lejos de toda adjetivación positivista.

Cada vez que me enfrento al Guggenheim me lleno tanto de él, de él como objeto monstruoso (en todas sus posibles acepciones), que no puedo razonar sobre la experiencia de mirarlo. Experiencia que se traduce, básicamente, en un enfrentamiento. Lo pequeño de mi ser contra lo mastodóntico de una construcción. Lo profano de uno de los millones de visitantes frente a lo Sagrado de la Institución. Y es precisamente el propio objeto, la monstruosidad del propio objeto, la que absorbe mi capacidad de raciocinio. Por lo que no sé qué pensar del Gugghy. No sé qué me parece, qué me provoca la experiencia de mirarlo.

Podría, en todo caso, repetir lo que en su momento dije: “De lejos es como una gran escultura brillante y espectacular; como el juguete de una sociedad infantilizada. De cerca es como un monstruo que atrae y repele simultáneamente; como ese juguete terrorífico que todo niño ha conocido”(De un espectador expectante Ed. Fundación José Luis Cano).

El interior es otra cosa. Toda la duda que surge ante el coloso se disuelve ante sus entrañas. Toda la duda que emerge ante la efectividad de la función simbólica del coloso se disuelve ante la clara ineficacia de la función propia del museo, de todo museo. O por decirlo llanamente: el caos de distribución espacial del interior del museo impide aquello que por definición todo museo pretende. Por lo que en su función fracasa. La carencia de proporciones en los espacios interiores y el caos en la distribución de los mismos acaba por ensombrecer todas la expectativas producidas por la grandeza exterior.

Dice Diderot, “Se dice de San Pedro de Roma que sus proporciones son tan perfectas que el edificio pierde a primera vista todo el efecto de su grandeza y de su extensión, de manera que se puede decir de él: Magnus esse, sentiri parvus (que es grande y que parece pequeño). Y, claro está, lleva razón el enciclopedista, una cosa es el tamaño del todo y otra el tamaño de las partes; una cosa es pues el tamaño y otra la proporción. Sin proporciones todo tamaño sería insuficiente. Dice Burke, “Los proyectos que sólo son grandes por sus dimensiones son siempre signo de una imaginación ordinaria y baja. Ninguna obra de arte puede ser grande sino en la medida en que engaña”.

Ghery, preocupándose por lo espectacular ha priorizado el culto a lo sagrado en detrimento de lo profano. Y ha sido un éxito, y me remito de nuevo a lo que en su momento dije, “Desde dentro es como un gran Parque Temático cuyo contenido sería, como en todo Parque Temático, lo de menos. Controlar el ocio es la forma más actual de controlar a la sociedad. Hace tiempo que lo saben las clases dirigentes. El opio del pueblo se encuentra en el ocio del público. Y cuanto más desmesurado es eso público mejor (eso, en cursiva: intangible pero monstruosamente real).

No hay comentarios: