Guggenheim Inside
Por fin Kiefer, verdadero motivo del viaje por el País Vasco.
Lástima que haya tenido que ser en el Guggenheim, con esos espacios caprichosos y escorados. Y estéticamente tecnologizados. Y lástima también que hiciera sol.
Sé que se trata de una cuestión demasiado personal, pero los brillos no me parecen adecuados para vivir la experiencia de ver a Kiefer, uno de los poquísimos artistas que han sabido combinar con extraordinaria mesura la tradición y la modernidad, espectacularidad y sencillez, ambición y humildad. En la experiencia de ver a Kiefer no debería haber destellos circundantes.
Kiefer es un pintor sobrio, casi opaco. Sus enormes pinturas son siempre el producto de lo mismo. Porque siempre hablan de lo mismo: de aquello de lo que Kiefer no puede dejar de hablar. Sus paisajes son una forma de reivindicación de la memoria, la memoria como forma de conocimiento. Su vinculación a los poemas de Paul Celan en este sentido resulta perfecta respecto al cometido y se muestra óptima en sus resultados. El diálogo entre texto (explícito e implícito) e imagen rara vez adquiere visos tan emocionantes.
Los cuadros, tremendos, se echan encima del espectador con el fin de provocar en ellos la experiencia de lo sublime. Las dimensiones y la texturas se conjugan para crear sensaciones ambiguas y desconcertantes. Los cuadros parecen estar hechos para ser vistos desde lejos debido a la inmensidad de las dimensiones, pero pronto nos damos cuenta de que algo falla en esta larga distancia. Cuando nos acercamos los cuadros parecen estar hechos para verse de cerca, pero pronto nos damos cuenta de que algo falla en la corta distancia. De cerca nos introducimos en sus hipertexturas, pero resulta imposible ver la totalidad de la visión teatral; de lejos observamos el clasicismo de la visión teatral, pero no podemos vivir la experiencia de las hipertexturas, las que confieren modernidad al clasicismo, las que confieren concepto a la forma, las que confieren humildad a la ambición.
La obsesión del artista por el plomo sólo puede entenderse y juzgarse a partir de los resultados obtenidos. Y en esto Kiefer se muestra impecable, pues toda justificación se hace absolutamente innecesaria. Los cuadros tiene plomo, son de plomo, como los libros, como las camas, como la memoria, como el pasado, como la muerte. Nada que ver con la obsesión del recalcitrante Beuys acerca de la grasa y el fieltro, obsesión que servía más a fines estratégicos que expresivos.
Por fin Kiefer, verdadero motivo del viaje por el País Vasco.
Lástima que haya tenido que ser en el Guggenheim, con esos espacios caprichosos y escorados. Y estéticamente tecnologizados. Y lástima también que hiciera sol.
Sé que se trata de una cuestión demasiado personal, pero los brillos no me parecen adecuados para vivir la experiencia de ver a Kiefer, uno de los poquísimos artistas que han sabido combinar con extraordinaria mesura la tradición y la modernidad, espectacularidad y sencillez, ambición y humildad. En la experiencia de ver a Kiefer no debería haber destellos circundantes.
Kiefer es un pintor sobrio, casi opaco. Sus enormes pinturas son siempre el producto de lo mismo. Porque siempre hablan de lo mismo: de aquello de lo que Kiefer no puede dejar de hablar. Sus paisajes son una forma de reivindicación de la memoria, la memoria como forma de conocimiento. Su vinculación a los poemas de Paul Celan en este sentido resulta perfecta respecto al cometido y se muestra óptima en sus resultados. El diálogo entre texto (explícito e implícito) e imagen rara vez adquiere visos tan emocionantes.
Los cuadros, tremendos, se echan encima del espectador con el fin de provocar en ellos la experiencia de lo sublime. Las dimensiones y la texturas se conjugan para crear sensaciones ambiguas y desconcertantes. Los cuadros parecen estar hechos para ser vistos desde lejos debido a la inmensidad de las dimensiones, pero pronto nos damos cuenta de que algo falla en esta larga distancia. Cuando nos acercamos los cuadros parecen estar hechos para verse de cerca, pero pronto nos damos cuenta de que algo falla en la corta distancia. De cerca nos introducimos en sus hipertexturas, pero resulta imposible ver la totalidad de la visión teatral; de lejos observamos el clasicismo de la visión teatral, pero no podemos vivir la experiencia de las hipertexturas, las que confieren modernidad al clasicismo, las que confieren concepto a la forma, las que confieren humildad a la ambición.
La obsesión del artista por el plomo sólo puede entenderse y juzgarse a partir de los resultados obtenidos. Y en esto Kiefer se muestra impecable, pues toda justificación se hace absolutamente innecesaria. Los cuadros tiene plomo, son de plomo, como los libros, como las camas, como la memoria, como el pasado, como la muerte. Nada que ver con la obsesión del recalcitrante Beuys acerca de la grasa y el fieltro, obsesión que servía más a fines estratégicos que expresivos.
Además la muestra nos ofrece la posibilidad de ver la pieza que al parecer ha realizado para el Gugghy. Una escalera truncada que lleva a ninguna parte, una escalera babeliana despedazada que tanto sirve para subir al infierno como para bajar al paraíso, una escalera cuyos fragmentos se encuentra numerados con algún fin supongo que esperanzador, una escalera que trepa por las paredes desnudas sobre las que intenta sujetarse, una escalera sin continuidad inteligible, una escalera aparentemente inocua pero peligrosa, una escalera innecesaria que desde el final nos lleva al principio, un principio incierto, sin solución de continuidad. Una escalera de eterno retorno. Una escalera muy peligrosa. Una escalera sublime.
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